Ficciones
La vuelta a cero
Por María
Julieta Escayola
El tacho de basura se llenó de papeles
interminables. Finos blancos y grisáceos formaban una masa insulsa, podrida de
miseria y desamor por las cartas que se estaban asesinando sin pudor alguno.
Una
de ellas permaneció distante de las demás. Sobresalía de entre todas. Rugía
despavorida queriendo ser leída por una última vez por su destinataria. Fue
allí, que en el clamor de la lucha la encontró. Y decidió que podía ser vista
una vez más. Pero se juró que ya, no después.
El inalcanzable baluarte de bienestar se
esgrimía entre sus líneas finamente llenadas. Eran otros tiempos, claro. En ese
rumor de sosiego que en épocas pasadas había conocido. El tiempo y el olvido se
llevan lo poco de paz que a veces uno dispone.
En esa carta impiadosa se relataba lo que
ella había sido. Muchas lunas atrás. Tanto trajinar para qué, pensó.
Para volver a cero, a este frío lugar,
donde nadie me escucha, donde nadie me atiende. Los colchones viejos. Las calles
todavía empedradas. El aire enviciado.
Estuvo casada un tiempo. Se volvió viuda en
otro. Su hija se disparó en la sien para no tener que abrazarla. Y ella regresó
a su pueblo, que no le inspiraba nada. Volver a cero. Seguía pensando. ¿Quién
pasa del uno al cero? ¿Acaso sólo yo retrocedo? ¿Es posible tener un futuro
desde el inicio de lo que fue, pero ya no es?
Esa carta le mostraba la transformación del
abismo. Y para colmo se negaba a desaparecer. La rompió finalmente en mil
pedazos para que no se atreviera ni siquiera a asomarse y puso sus restos
debajo de todo. Su humor no estaba para seguir hurgando en el pasado.
Ya era momento de seguir. Encerrada por
meses, no había hecho caso a ninguno de aquellos que le decían qué cosas debía
hacer. Que le ordenaban y le daban instrucciones de cómo comportarse en el
centro de la paliza.
Imposible. Cuando el dolor acucia al punto
de doler el cuerpo como si le hubiesen pegado… bastante. Por eso ya era hora de
la retirada.
Tomó unas tijeras y rompió toda su ropa del
último año. Un año que no tenía sentido que dejara rastros. Había sido
traicionero, absurdo, infausto. Año que debía olvidarse.
Después de tirar las cartas y vaciar la
baulera, fue hasta el escritorio y tomó las balas que estaban en un cajón.
Después las unió con el revólver que esperaba. Paciente. Las armas siempre
esperan a la tragedia. Y ésta estaba ávida, una vez más, de sangre.
Reflexionó y dudó si dejar alguna nota.
Pero no tenía a nadie que la quisiera, que la apreciara como a ella le hubiera
gustado, o tal vez como se lo hubiera merecido. O tal vez, quizá, como ella
pensaba que se lo hubiera merecido. Sus años dando clases, enseñando a otros a
encaminarse, le habían dado un aire de autoridad que limitaba con la soberbia.
Pero ella sabía bien, que su labor la había hecho correctamente. También sabía
a la perfección, que esos quehaceres no se reconocen jamás.
Apoyó en su boca el letal instrumento y
cerró los ojos. El verdor de su pueblo, su infancia al lado del río. Un árbol
que se mecía lentamente con una brisa compañera. El vuelo de un pájaro que
guiaba a otros. Ella corría con su nuevo vestido rosado. Corría acompañando al
viento, corría con ganas y con alegría. Corría con fuerza y con las tripas.
Corría con los pulmones y las piernas. Con el corazón y con el cabello. Corría
plena de gloria.
Hasta que repentinamente y sin saber por
qué, se cayó y terminó de bruces contra el duro asfalto mugriento. Sus
rodillas, todas heridas, le indicaban que era vulnerable. Pero al lado estaba
su madre para ayudarla a levantarse. Acurrucándola contra su pecho, la llevó
hasta su casa y allí la curó. Sobre todo con besos y abrazos maternos, esos que
son remedio milagroso.
Y en ese preciso instante, abrió los ojos y
miró a su alrededor. Estaba en el mismo lugar en que su mamá la había llevado
cuando se había caído de niña. ¿Por qué ahora ese recuerdo? ¿Por qué no otro?
¿Por qué no su juventud, su casamiento, el nacimiento de su beba? ¿Por qué ese
preciso y vívido recuerdo?
Insultó en mitad de la noche, y llena de
furia enardecida, de viejos pleitos y antiguas batallas, de insostenibles
noches de pavor y desencanto, abrió la puerta y fue, en mitad de la angustiada
noche, que tiró tres tiros al aire y maldijo. Maldijo como nunca antes había
maldecido. Lloró como no lo había hecho por nada ni por nadie. Fue ahí que sacó
las balas del revólver. Miró la luna más llena que había visto en su vida y
adentrándose en las profundidades de la casa, decidió emprender un nuevo camino.