Comenzamos por su definición: impunidad es un vocablo que refiere directamente a la falta de
castigo, conociendo como castigo a la pena que se impone a quien ha cometido
una falta o un delito. Esto quiere decir que, cuando hay impunidad, la persona
que ha incurrido en una falta o un delito no recibe la pena que le corresponde
por su accionar. De esta forma no se sanciona ni se enmienda su conducta.
Una mirada universal del concepto nos
muestra que la impunidad es especialmente común en aquellos países que carecen
de una tradición del imperio de la ley, que sufren corrupción política o tienen
arraigados sistemas de políticas prebendarias, o donde el poder judicial es
débil.
En nuestro país la impunidad se ha ido
consolidando desde hace más de medio siglo de una manera brutal, hasta emerger
hoy en día como un problema endémico en todo su territorio. Se ha generado de
esta manera lo que podemos denominar “la
cultura de la impunidad”.
La mayoría de nuestra sociedad ya está
afectada por este problema, y en mayor o menor medida es proclive a transgredir
las leyes o normas que conocen y que regulan nuestra vida en sociedad. Pero aún
quedan ciudadanos honestos que se resisten al ataque de este “virus cultural” y
siguen cumpliendo con toda la normativa vigente.
Cuando desde el título de esta nota
afirmamos que la impunidad es “el problema”, es porque de la misma derivan los
grandes males que hoy nos preocupan y que dan origen a los permanentes reclamos
de nuestra sociedad. Tal los casos de corrupción que se denuncian y que ahora
comienzan a ser juzgados en distintos estratos de gobierno.
Algo similar podemos considerar al hablar
de la inseguridad que llena diariamente las páginas de los distintos medios. La
impunidad es el principal aliciente cultural para los delincuentes que asolan
las calles de nuestro país.
Resolver
este problema no será nada fácil y llevará mucho tiempo, casi el mismo que la
desidia y la ignorancia de nuestros gobernantes permitió su arraigo cultural.
Pero hemos llegado a una situación terminal, y éste debe ser el mayor desafío
para que una nueva generación de gobernantes concreten un “nunca más” de la
impunidad y den comienzo a una nueva etapa con el imperio de la ley y las
instituciones que nos da la república.
“Con
toda la magia del talento”.Así,con esta frase, la voz en off del
tráiler de “Juan Moreira” (1973)
vendía la película de esa forma haciendo referencia al director, que ya para
esa época comenzaba a consagrarse:
Con un guiño a aquella colilla memorable,
se presentó en 2007 “Aniceto”, la
última incursión fílmica del realizador Leonardo Favio con el mismo latiguillo
de antaño:
Y ya en esta, su obra final, se hablaba en
forma indiscutible de un estilo difícil de repetir, propio, singular, mezcla de
fervor popular, filosofía callejera y ciertos componentes kitsch, de intuición
artística innata y de calidad en la producción.
“Aniceto”
podría catalogarse como un espectáculo de danza de nuevas tendencias. O de
fusión perfectamente ensamblable de cine, música, danza y teatro. O no
catalogarse en absoluto. Tarea difícil de imaginar, pero claramente fácil para
el propio Favio.
Se trata de la segunda versión de “Este es el romance del Aniceto y la
Francisca, de cómo quedó trunco, comenzó la tristeza y unas pocas cosas más…”
del mismo artista, hecha en 1967. En esta oportunidad la historia es narrada utilizando
escenas de ballet que le proporcionan síntesis y que presume una abstracción
superadora de su primera realización.
La historia de amor entre el gallero Aniceto
y la dulce Francisca en un pueblo se ve interrumpida por la aparición de Lucía,
que vivirá una gran pasión con él y lo pondrá en apuros hasta el punto de
desatar la tragedia.
La narración raya lo mítico, ya que el
protagonista es el arquetipo del macho conquistador rodeado de dos chicas diametralmente
opuestas: de acuerdo al pensamiento maniqueo las dos únicas formas en que una
mujer puede desarrollarse en el mundo: o es santa, como Francisca, o se es
puta, tal el caso de Lucía. De hecho el propio gallero se maneja con estas
expresiones: a una le dice “mi santita”, y se dirige a la otra como “mi putita”
y de esta manera encuentra la manera de completar su pobre existencia,
sobreviviendo a través de las peleas de gallo. Su gran amigo y compañero, su
animal de riña, es el que le ha proporcionado lo poco que tiene de estabilidad
y seguridad en un submundo de pobreza y miseria en el que se desenvuelve todo
el tiempo.
Así, el relato transitará mediante
recursos teatralizados, escenarios artificiosos y alejados de cierta realidad.
A ello se suman los bailes, que aportan la presencia de un espacio creativo
coadyuvante con la trama para lograr una atmósfera etérea y dramática al mismo
tiempo. En este marco casi fantasmal, predominarán los colores cálidos y los
juegos de matices, lo que permite resignificar aquella primera versión y volver
a interpretarla.
Se destaca la música, sello indiscutido en
la mayoría de sus películas. En esta oportunidad, le toca el turno a Iván
Wyszogrod, que hará gala de una verdadera maestría en la composición.
Las danzas están muy bien interpretadas
por bailarines del Teatro Colón, y es digna de mención la actuación de Hernán
Piquín, que a sus ya sabidas dotes de excelente bailarín demuestra un notable
desempeño histriónico.
Por otra parte, están presentes todos los
elementos de los que Favio se valió siempre para sus películas: la
sobreactuación intencional de sus personajes, los primeros planos, las elipsis,
los planos cenitales, las escenas de lucha (en este caso, en las riñas) y los
diálogos que más que charlas son silencios apabullantes que hacen de su
filmografía un cine verdaderamente de autor.
Activo
militante del peronismo, el cineasta fue además actor, productor y guionista, aunque
su fama se debió más a su labor en la música como intérprete y cantante de baladas
de tinte melodramático. Pero su impronta cinematográfica ha trascendido su talento
de cantor, ya que es estudiada hoy en las universidades de cine más importantes
del planeta. A modo de ejemplo, el film “El
dependiente” (1969), es objeto de análisis pormenorizados.
Bajo el nombre de Fuad Jorge Jury, con
raíces sirias, Leonardo Favio nació el 28 de mayo de 1938 en el distrito de Las
Catitas, del departamento Santa Rosa, al Este de la provincia de Mendoza,
Argentina. Pasó gran parte de su niñez en Luján de Cuyo, aunque algunas otras
leyendas dicen que pasó por el Oeste, por Tupungato y Tunuyán, todos lugares de
la misma provincia.
Soportando el abandono de su padre, esta
circunstancia la plasmó en la mayor parte de sus filmes al hacer siempre
referencia al prototipo del niño desamparado, pícaro y comprador. De hecho, uno
de sus mayores trabajos semi autobiográficos, “Crónica de un niño solo” (1964) relataría las vivencias de un
chico internado en un orfanato, obra que se suele comparar con “Los 400 golpes” (1959) de Francois
Truffaut por su temática similar. Difícilmente Favio la haya visto
anteriormente por falta de recursos y sin embargo, para un sector de la
crítica, la película argentina es superior.
Paradójicamente a su difícil primer
encuentro con el mundo, entre reclusiones, internados por mala conducta y
huidas, siempre estuvo emparentado con el arte. Su madre, Laura Favio, era
actriz y escritora de radioteatros, y le conseguía bolos para poder comer. Fue
la etapa en la que comenzó a trabajar con los primeros libretos junto con su
hermano Zuhair Jury. Este último desarrollaría una intensa actividad literaria.
Y de su arduo trabajo en la escritura surgiría “El cenizo” (publicado en “El
dependiente y otros cuentos”, Ed. Galerna, 1969), cuento de donde se basa “Este es el romance…” y “Aniceto”.
En su composición final, Favio sabe
perfectamente adónde se dirige y cuál es su intención en cada toma. Nada está
hecho al azar. Dueño absoluto de una experiencia y un especial talento, la
historia se cuenta más escueta que nunca y más sabrosa también.
Para quienes han podido apreciar sus
obras, (nueve largometrajes terminados y un cortometraje), “Aniceto” es la magnífica culminación de un cine comprometido. Para
quien vea sólo ésta, su postrero aporte, podrá contemplar colores vívidos,
danzas bien resueltas y una historia en la que el destino es el principal
protagonista. Un destino inexorable, propio de los personajes “favianos” que no
pueden escaparse a los designios que ya están escritos.
Agradecemos a Leonardo Favio que nos haya regalado
una verdadera obra maestra, antes de ese 5 de noviembre de 2012 en que, como
final de juego cual niño pícaro y comprador, nos hizo pito catalán a todos y
huyó por última vez. M.J.E.