Ficciones
La catedral de sal
Por Mabel
Fernández
En la
entrada de la catedral de sal, ninguno de los dos tenía la menor idea de lo que
se encontraría allá abajo a los ciento ochenta
metros de profundidad, bajo una tierra
bendecida por la madre naturaleza, abundante en plantas, los colores del
Caribe cercano, y las casas típicas de un pueblo minero, en el que el gran
García Márquez, vivió por un tiempo.
Los había llevado la curiosidad, algo se
habían informado leyendo en un folleto
que encontraron en un hotel bogotano. Una catedral de sal, sonaba a algo muy
fuera de lo común, para dos personas que venían de la llanura del sur del
continente.
Eje Sacro, escrito con letras
tridimensionales, y un alto relieve que homenajea a los trabajadores de las
minas, les salía al paso para comenzar el descenso.
La salinidad del lugar les impregnaba la
boca y la piel, la temperatura y la luz
mermaban, en las paredes de sal iluminadas con focos eléctricos colocados a
cierta distancia, verían las huellas de
las herramientas que habían socavado el
corredor, y una estructura de caños curvos de color rojo que sostiene el
comienzo del túnel.
Todos los sentidos puestos en la
grandiosidad que a su paso se les iba presentando, cruces esculpidas en bajo relieve en los muros,
otras trabajadas en bloques de sal, algunas iluminadas de un color azul
violáceo frío como el ambiente, pero que en ellos, producía, por lo contrario,
un inquietante ardor que subía la temperatura
de su sensibilidad de artistas.
No eran personas místicas, ni profesaban
credo alguno, pero lo que estaban viviendo los volvía más cercanos a la idea de
un Creador.
Escaleras y más escaleras, el corredor
parecía no tener fin… era un laberinto donde la sal mezclada con otros
elementos se tornaba oscura, y donde en algunas paredes el agua que se
filtraba, la limpiaba y cristalizaba
impresionando a la vista como blanca nieve. Un guía les indicaba por donde
debían ir, mientras daba explicaciones a
los grupos de visitantes en diferentes idiomas. Un ángel de sal tocando una
trompeta, señalaba la entrada a otro recinto
de la mina, unos metros adelante un gran pesebre suavemente iluminado convocaba a los
visitantes. Todo se veía muy espacioso, ejecutado con cierto minimalismo, esto
producía en los visitantes de la
catedral, un sentimiento de pequeñez y los invitaba al recogimiento de las
almas. El guía se adelantó con las personas a las que acompañaba. Ellos
quedaron solos.
El resfrío que había tenido mal a Carlos
por esos días, ya no lo molestaba, los pulmones se habían limpiado, y a la
garganta la sentía sin molestias. Sin dudas la sal había producido este efecto.
El
templo catedrático, se les presentaba, en varios planos de altura o balcones
por lo que por momentos veían a su ex guía unos metros más abajo, hablando sin
entusiasmo, repitiendo su monólogo aprendido de memoria. En el fondo muy lejos, abajo, se distinguía
por su iluminación, un altar con una gran cruz, ésta realizada en madera.
El corredor los llevó a lo que sería el
coro de la catedral, en donde en una iglesia normal, posiblemente un órgano sonaría en ocasiones especiales.
Fue allí, donde transportado por la energía del lugar, la garganta clara y el
deseo irresistible de expresarse, Carlos, se plantó frente a Susana, e
interpretó a viva voz “ Oh Magnun
Mysterium “ cantada con tanto
sentimiento, que su pareja conmocionada,
lloró profusamente con lágrimas tan saladas como todo lo que la rodeaba. Las estalactitas y estalagmitas de la catedral ¿serían lágrimas
acumuladas a través de los siglos?
Al
mismo tiempo, de entre las penumbras, un muisca jovencito, ataviado con un
ropaje tejido, que le dejaba las piernas al descubierto y que llevaba el
cabello renegrido largo hasta los hombros, los introdujo, a una cámara oscura; en un idioma extraño les
murmuraba algo que más tarde entenderían. El muchacho, se marchó convencido que
lo habían entendido. La pareja, por raro que parezca estaba tranquila, se
sentían en paz.
Por la abertura de un corredor poco iluminado, pasaron caminando en fila,
miembros de la misma comunidad del jovencito que les había hablado, casi todos
vestían prendas similares, llevaban unos artefactos dorados y se movían en silencio iluminándose con
antorchas. Magnetizados por estos, Carlos y Susana, los siguieron por un túnel,
al cual los turistas y devotos no tenían acceso y en vez de bajar por el
terraplén que conducía al altar mayor de la iglesia, subieron a la superficie
de la mina. La luz natural encandiló sus
ojos, y mientras acomodaban su vista, la visión de una laguna color esmeralda
los deslumbró, tanto como el sol.
Mujeres y hombres muiscas, comenzaron a
bailar dando pequeños saltitos tomados
de las manos, dejando caer objetos de oro a la laguna. De algunos árboles
colgaban campanitas del mismo metal, un hombre desnudo, seguramente de una
jerarquía social mayor al resto, se daba un baño en polvo dorado, para luego
sumergirse en las aguas. El joven, que
se les había presentado en las profundidades de la mina, se separó de los
danzarines presentándose nuevamente ante la pareja, dándoles a entender con
gestos y en su lengua, que su Dios era el Sol, y su santuario, la Laguna. A lo
lejos apenas se oían los últimos sonidos armoniosos que producía un hombre
cantando en el coro de la catedral.
Carlos y su mujer nunca supieron hasta
donde el sonido de la voz, podría llegar a ser oído en ese edificio cavernoso,
cincelado, en la cordillera andina, donde un pueblo originario de la zona, hace
ya muchos siglos extraía sal de sus entrañas.
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