lunes, 9 de febrero de 2015

Ficciones: La catedral de sal


Ficciones

La catedral de sal

Por Mabel Fernández

 

    En la entrada de la catedral de sal, ninguno de los dos tenía la menor idea de lo que se encontraría allá abajo a los ciento ochenta  metros de profundidad, bajo una tierra  bendecida por la madre naturaleza, abundante en plantas, los colores del Caribe cercano, y las casas típicas de un pueblo minero, en el que el gran García Márquez, vivió por un tiempo.

    Los había llevado la curiosidad, algo se habían informado leyendo en un  folleto que encontraron en un hotel bogotano. Una catedral de sal, sonaba a algo muy fuera de lo común, para dos personas que venían de la llanura del sur del continente.

    Eje Sacro, escrito con letras tridimensionales, y un alto relieve que homenajea a los trabajadores de las minas, les salía al paso para comenzar el descenso.

    La salinidad del lugar les impregnaba la boca y la piel, la temperatura y la  luz mermaban, en las paredes de sal iluminadas con focos eléctricos colocados a cierta distancia,  verían las huellas de las herramientas que habían socavado  el corredor, y una estructura de caños curvos de color rojo que sostiene el comienzo del  túnel.

    Todos los sentidos puestos en la grandiosidad que a su paso se les iba presentando, cruces  esculpidas en bajo relieve en los muros, otras trabajadas en bloques de sal, algunas iluminadas de un color azul violáceo frío como el ambiente, pero que en ellos, producía, por lo contrario, un inquietante ardor que subía la temperatura  de su sensibilidad de artistas.

    No eran personas místicas, ni profesaban credo alguno, pero lo que estaban viviendo los volvía más cercanos a la idea de un Creador.

    Escaleras y más escaleras, el corredor parecía no tener fin… era un laberinto donde la sal mezclada con otros elementos se tornaba oscura, y donde en algunas paredes el agua que se filtraba, la limpiaba y  cristalizaba impresionando a la vista como blanca nieve. Un guía les indicaba por donde debían ir, mientras daba explicaciones  a los grupos de visitantes en diferentes idiomas. Un ángel de sal tocando una trompeta, señalaba la entrada a otro recinto  de la mina, unos metros adelante un gran pesebre  suavemente iluminado convocaba a los visitantes. Todo se veía muy espacioso, ejecutado con cierto minimalismo, esto producía en los visitantes de  la catedral, un sentimiento de pequeñez y los invitaba al recogimiento de las almas. El guía se adelantó con las personas a las que acompañaba. Ellos quedaron solos.

    El resfrío que había tenido mal a Carlos por esos días, ya no lo molestaba, los pulmones se habían limpiado, y a la garganta la sentía sin molestias. Sin dudas la sal había producido este efecto.

    El templo catedrático, se les presentaba, en varios planos de altura o balcones por lo que por momentos veían a su ex guía unos metros más abajo, hablando sin entusiasmo, repitiendo su monólogo aprendido de memoria.  En el fondo muy lejos, abajo, se distinguía por su iluminación, un altar con una gran cruz, ésta  realizada en madera.

    El corredor los llevó a lo que sería el coro de la catedral, en donde en una iglesia normal, posiblemente  un órgano sonaría en ocasiones especiales. Fue allí, donde transportado por la energía del lugar, la garganta clara y el deseo irresistible de expresarse, Carlos, se plantó frente a Susana, e interpretó a viva voz  “ Oh Magnun Mysterium “  cantada con tanto sentimiento, que su pareja  conmocionada, lloró profusamente con lágrimas tan saladas como todo lo que la rodeaba.  Las estalactitas y estalagmitas  de la catedral ¿serían lágrimas acumuladas  a través de los siglos?

    Al mismo tiempo, de entre las penumbras, un muisca jovencito, ataviado con un ropaje tejido, que le dejaba las piernas al descubierto y que llevaba el cabello renegrido largo hasta los hombros, los introdujo,  a una cámara oscura; en un idioma extraño les murmuraba algo que más tarde entenderían. El muchacho, se marchó convencido que lo habían entendido. La pareja, por raro que parezca estaba tranquila, se sentían en paz.

    Por la abertura de un corredor poco  iluminado, pasaron caminando en fila, miembros de la misma comunidad del jovencito que les había hablado, casi todos vestían prendas similares, llevaban unos artefactos dorados y  se movían en silencio iluminándose con antorchas. Magnetizados por estos, Carlos y Susana, los siguieron por un túnel, al cual los turistas y devotos no tenían acceso y en vez de bajar por el terraplén que conducía al altar mayor de la iglesia, subieron a la superficie de la mina. La luz  natural encandiló sus ojos, y mientras acomodaban su vista, la visión de una laguna color esmeralda los deslumbró, tanto como el sol.

    Mujeres y hombres muiscas, comenzaron a bailar dando pequeños saltitos  tomados de las manos, dejando caer objetos de oro a la laguna. De algunos árboles colgaban campanitas del mismo metal, un hombre desnudo, seguramente de una jerarquía social mayor al resto, se daba un baño en polvo dorado, para luego sumergirse en las aguas.  El joven, que se les había presentado en las profundidades de la mina, se separó de los danzarines presentándose nuevamente ante la pareja, dándoles a entender con gestos y en su lengua, que su Dios era el Sol, y su santuario, la Laguna. A lo lejos apenas se oían los últimos sonidos armoniosos que producía un hombre cantando en el coro de la catedral.

    Carlos y su mujer nunca supieron hasta donde el sonido de la voz, podría llegar a ser oído en ese edificio cavernoso, cincelado, en la cordillera andina, donde un pueblo originario de la zona, hace ya muchos siglos extraía sal de sus entrañas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario