sábado, 13 de septiembre de 2014

Ficciones: La pibita y el puerto



Ficciones
La pibita y el puerto

Por María Julieta Escayola
Subía rápido para llegar al balcón y mirarla. Lo hacía todas las mañanas. Los ruidos de engranajes desvencijados formaban parte de la orquesta y el silbar de los conventilleros completaba la música. A lo lejos podía escucharse un fueye tristón, ensayándose por un erudito en cuestiones de grelas.
Como no dormía por las noches pasaba de largo y esperaba para repetir la escena. Ella salía a la misma hora. Se tomaba unos mates. Entraba de nuevo. Eso era todo para él y ya el mundo era perfecto.
La pibita era buena. Pero decían que él no. Una reputación dudosa y una estampa de compadrito mal parado. La yeca, a la noche, cuando se prendían los farolitos y el aire se enviciaba, lo atraían de una forma obscena. Las veladas de truco, datos y malevaje lo subían al peldaño del reconocimiento y el respeto que no podría haber accedido de otra manera.
Trabajar en el puerto era absurdo. Tantas horas desangrando el corazón para que después, un bobazo borrara toda la ilusión y dejara una familia partida a la mitad y con deudas imposibles de pagar. Él lo sabía bien. Su padre, un tano honesto, no había hecho otra cosa en su efímera existencia que laburar allí. En el puerto. Carajo. Eso no iba a ser para él. Otras aspiraciones más esperaban a la vera del camino. Y él las aprovecharía.
Pero lo cierto, y ahí fue donde se produjo una grieta en su planificada ambición, fue que se enamoró de la vecina y con eso no pudo. No logró salir del estertor de la pasión silenciosa y en una súplica mordaz se esfumaron sus esperanzas.
Y es que al infausto, una noche fatídica, envuelto en una nube de alcohol y deseo, se le ocurrió la peregrina idea de treparse por el balcón tantas veces observado. Con piruetas gatunas, se subió con una destreza poco vista y abrió la puerta que él sabía bien, daban a la habitación de la dueña de sus anhelos.
A oscuras, vio la catrera sólo iluminada con la luna que se atrevía a dibujar algunas siluetas incomprensibles. Esta noche es la mía, pensó. Y en ese momento, ávido de sudor e ira incontrolable, de agitación sexual e impensada, se abalanzó sobre la cama.
Allí encontró la muerte. La muchacha no estaba allí.
Estaba la madre.
Esperaba.
Prudente. Alerta. Presa de un instinto maternal enfermizo. Sujetando el cuchillo firme, sin remordimientos, sin estruendos de algún titubeo que pudiera errar el blanco.
La vieja ya lo había calado y estaba decidida a luchar por la honra de su hija, ya que era lo único que le podía dejar. Tal vez si el día de mañana conociera a alguien pituco y la casaba con el buen partido, podría salir de las privaciones a las que se hallaban sumidas. Por eso no dudó en asestarle un puntazo de una vez y para siempre al infortunado que pretendía hacerse del trofeo tan cuidado.
Lo último que vio él fue una sombra y unos ojos de terror. Después se transformó en puerto.

“Día de trabajo”
1958
Benito Quinquela Martín (1890- 1977) pintor argentino

4 comentarios:

  1. Excelente, Julieta. Para leer y comentar en la próxima reunión.

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    1. La puta madre. A que ahora que puteo sí sale.

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    2. Hermoso cuento. Me acuerdo de él. Me encanta la reacción de la vieja (seguro que más joven que yo) en una época, en la que el valor y honra de la mujer estaba entre las piernas. La frase final, es un cuchillo.

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    3. Me encantó tu puteada Gra! y sí salió, ajajaj!
      Muchas gracias por tu comentario, la vieja obviamente es más vieja que vos, Gra

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