Ficciones
La pibita y el puerto
Por María
Julieta Escayola
Subía
rápido para llegar al balcón y mirarla. Lo hacía todas las mañanas. Los ruidos
de engranajes desvencijados formaban parte de la orquesta y el silbar de los
conventilleros completaba la música. A lo lejos podía escucharse un fueye
tristón, ensayándose por un erudito en cuestiones de grelas.
Como
no dormía por las noches pasaba de largo y esperaba para repetir la escena.
Ella salía a la misma hora. Se tomaba unos mates. Entraba de nuevo. Eso era
todo para él y ya el mundo era perfecto.
La
pibita era buena. Pero decían que él no. Una reputación dudosa y una estampa de
compadrito mal parado. La yeca, a la noche, cuando se prendían los farolitos y
el aire se enviciaba, lo atraían de una forma obscena. Las veladas de truco,
datos y malevaje lo subían al peldaño del reconocimiento y el respeto que no
podría haber accedido de otra manera.
Trabajar
en el puerto era absurdo. Tantas horas desangrando el corazón para que después,
un bobazo borrara toda la ilusión y dejara una familia partida a la mitad y con
deudas imposibles de pagar. Él lo sabía bien. Su padre, un tano honesto, no
había hecho otra cosa en su efímera existencia que laburar allí. En el puerto. Carajo.
Eso no iba a ser para él. Otras aspiraciones más esperaban a la vera del
camino. Y él las aprovecharía.
Pero
lo cierto, y ahí fue donde se produjo una grieta en su planificada ambición,
fue que se enamoró de la vecina y con eso no pudo. No logró salir del estertor
de la pasión silenciosa y en una súplica mordaz se esfumaron sus esperanzas.
Y
es que al infausto, una noche fatídica, envuelto en una nube de alcohol y
deseo, se le ocurrió la peregrina idea de treparse por el balcón tantas veces
observado. Con piruetas gatunas, se subió con una destreza poco vista y abrió
la puerta que él sabía bien, daban a la habitación de la dueña de sus anhelos.
A
oscuras, vio la catrera sólo iluminada con la luna que se atrevía a dibujar
algunas siluetas incomprensibles. Esta noche es la mía, pensó. Y en ese
momento, ávido de sudor e ira incontrolable, de agitación sexual e impensada,
se abalanzó sobre la cama.
Allí
encontró la muerte. La muchacha no estaba allí.
Estaba
la madre.
Esperaba.
Prudente.
Alerta. Presa de un instinto maternal enfermizo. Sujetando el cuchillo firme,
sin remordimientos, sin estruendos de algún titubeo que pudiera errar el
blanco.
La
vieja ya lo había calado y estaba decidida a luchar por la honra de su hija, ya
que era lo único que le podía dejar. Tal vez si el día de mañana conociera a
alguien pituco y la casaba con el buen partido, podría salir de las privaciones
a las que se hallaban sumidas. Por eso no dudó en asestarle un puntazo de una
vez y para siempre al infortunado que pretendía hacerse del trofeo tan cuidado.
Lo
último que vio él fue una sombra y unos ojos de terror. Después se transformó
en puerto.
“Día de trabajo”
1958
Benito Quinquela Martín (1890- 1977)
pintor argentino
Excelente, Julieta. Para leer y comentar en la próxima reunión.
ResponderEliminarLa puta madre. A que ahora que puteo sí sale.
EliminarHermoso cuento. Me acuerdo de él. Me encanta la reacción de la vieja (seguro que más joven que yo) en una época, en la que el valor y honra de la mujer estaba entre las piernas. La frase final, es un cuchillo.
EliminarMe encantó tu puteada Gra! y sí salió, ajajaj!
EliminarMuchas gracias por tu comentario, la vieja obviamente es más vieja que vos, Gra