jueves, 2 de abril de 2015

Ficciones: Perfume de tango


Ficciones

Perfume de tango

Por Nilda Di Battista

    Metió las manos en los bolsillos, escondiéndolas a tantos saludos.

    ¿Tanto alboroto por su regreso? ¿Había sido tanto el tiempo de su ausencia? Sí, fueron treinta años.

    Para Miguel no había sido más que un breve paseo; una incursión hacia otros territorios, extraños, inhóspitos…

    Sus antiguos amigos interrogaban: -¿Y cómo te fue? ¿Cómo estás?

    - Bien, estoy bien,- respondía.

    Y por dentro repetía lo que venía a su mente al pensar en su vida: “He cometido el peor de los pecados, no he sido feliz”. (1)  

    Recorrió casi sin pensar las viejas veredas de su barrio, sombrías por los plátanos que las bordeaban, rugosos, torcidos, con cicatrices de iniciales marcadas a cuchillo, casi como él mismo.

    ¿Puede el hombre torcer su destino? ¿Lo construye o se entrega a él? Las decisiones que se toman, ¿son parte del camino o son ilusiones de un cambio que no existe como posible?

    Recordó su vida: la muerte prematura de sus padres en ese tonto y cruel accidente terminó su corta infancia. Cuando todavía no tenía edad para entenderla, éste le arrebató para siempre la alegría y lo marcó con miedos que siempre perduraron.

    Devastado, quedó a cargo de su abuela quien, a pesar de sus esfuerzos, nunca pudo reemplazar su pérdida.

    Miraba con frecuencia la foto de ellos: la belleza rubia y serena de su madre, sus ojos mansos. La prestancia de su padre, que él había heredado.

    Nunca dejó de mirarlos, de extrañarlos y conmoverse viendo cómo se eternizaban como un joven matrimonio con la edad de la de sus hijos.

    Miraba las caricias que recibían sus compañeros de manos de sus madres: ¿cómo sería la caricia en el pelo, el reto espontáneo, el cuidado de las comidas? Así como el ciego prescinde de formas y colores, él se acostumbró a esconder la ternura, el ser hijo, de recibir besos y cariños fraternales.

    Su carácter manso y tranquilo lo convirtió en un hermano postizo de sus compañeros.

    Enrique Soler, su amigo del alma, fue quien lo cobijó y casi lo convirtió en un hijo más para aquella familia tan querida en sus recuerdos.

    A pesar de la rigidez que reinaba en ese hogar, presidida por un padre militar y una madre sumisa, encontró en ellos una oculta ternura que lo protegía. La disciplina férrea sólo era quebrantada por algún infantil capricho de Ana Julia, la hermana menor, a quien todos adoraban por su candidez.

    Y ahora también había perdido a Enrique, cuando él todavía estaba lejos y no pudo ni siquiera darle su último adiós.

A veces repaso mis horas aquellas
cuando era estudiante y tú eras la amada
que con tu sonrisa repartías estrellas… (2)

    Levantó la vista, saliendo de sí mismo; sus pasos lo habían llevado hasta la plaza principal, verde, prolija, perdurando a través de los años sin modificaciones, seguramente porque el barrio no era apto para la construcción de grandes edificios o de grandes shoppings que transformarían su geografía.

    Y allí, frente a él, en la esquina, reconoció al club del barrio: “Club Atlético y Social América”. ¿Se debía ese nombre a la mágica palabra que los inmigrantes de la zona habían pronunciado como una esperanza de vida, al dejar sus tierras de origen? Seguramente fue así: América, la tierra soñada.

    El Club permanecía inamovible, sólido, remozado por la pintura con colores actuales que ocultaban sus viejos muros. Habían construido un gimnasio donde antes se extendía la terraza, donde años atrás, en los días de verano, se amontonaban mesas y sombrillas que protegían del calor.

    En la esquina, el bar permanecía sin cambios. A través de las ventanas contempló la pista y el escenario, donde los sábados a la noche se instalaban las orquestas que amenizaban los bailes. En la entrada un cartel con grandes letras anunciaba:

Sábado, 20 de octubre, 2009
22 horas
Gran baile Gran
Con la orquesta típica de Federico Acosta
Y la voz de Osvaldo Fiol.
Actuará el cuerpo de baile de tango,
con la dirección de Ana Julia Soler.
Entradas en venta

    Así que todo seguía igual. ¡Osvaldo todavía cantaba! ¿Después de treinta años? Claro, tenía su edad. Decidió y supo que el sábado estaría allí, como tantos años antes.

    Pensó nuevamente en Enrique; compañeros de primaria y secundaria, al ingresar en la Facultad, sus caminos divergieron: Miguel ingresó en Bioquímica, mientras que su amigo lo hizo en Filosofía y Letras.

    ¡Qué años aquéllos! Las noches de estudio, el bullicio de las calles, la calle Córdoba que reunía en sus bares a una juventud insólita, pensante, luchadora. Los centros de estudiantes hervían de ideologías, en discusiones acerca de revoluciones y temas candentes.

    Los militares subían y bajaban los gobiernos, los universitarios eran aguerridos, idealistas… “nidos de subversión” pensaban los viejos retrógrados, plenos de temores. ¡Pero ellos eran jóvenes, fogosos y creían poder cambiar el mundo! Pero los sábados volvían al Club del barrio, a lucir en la pista los pasos de tango ensayados previamente.

    Ana Julia, aquella mocosa caprichosa, se había cortado las trenzas.

Barrio de tango, luna y misterio,
calles lejanas, cómo estarán,
viejos amigos que hoy ni recuerdo
qué se habrán hecho, dónde andarán.
Barrio de tango, qué fue de aquella
la rubia que tanto amé… (3)

    Noche de tango. Desde un rincón miraba la mesa donde estaba Ana Julia, custodiada por su madre y su amiga María Inés que, con su mirada pícara, lo invitaba desde la distancia. La orquesta arrancó con un tango

…si supieras que aún dentro de mi alma
conservo aquel cariño que tuve para ti… (4)

    Se acomodó el saco y rumbeó a la mesa, la mirada dirigida a María Inés, que lo esperaba. Y fue en ese momento (culpa del destino) que, por arrogancia, orgullo o porque la vida lo quiso, se volvió hacia Ana Julia y le dijo: -¿bailamos?-.

    Fueron al medio de la pista y le costó comenzar el baile; había tanto conocimiento entre ellos que se sintieron embargados de una vergüenza nueva. Abrazó la cintura breve de la rubia, que se abría como un abanico hacia el escote. Percibió el cuerpo frágil debajo de la seda liviana del vestido; el brazo de ella se deslizó buscando su cuello, estremeciéndolo. Sus miradas quedaron casi al mismo nivel; los ojos azules de Ana Julia lo interrogaban, lo seducían, lo amarraban.

    Miguel le preguntó: -¿Te atrevés al tango?-
    -Probame-, contestó Ana Julia sin levantar la voz.

    Se deslizaron por la pista, los cuerpos respondiendo al compás del dos por cuatro. Giros, quebradas, ochos, todo se lo permitieron, asombrados del descubrimiento de la conjunción de los movimientos.

    Al volver a la mesa, María Inés había desaparecido.

    Como todos los sábados, junto con Enrique, acompañaron a Ana Julia y a su madre, las pocas cuadras que los separaban de su casa. La noche era serena y se percibía el tremolar de sus corazones.

    Casi sin palabras, turbados, al llegar a la puerta se despidieron, las manos ansiosas de caricias, y el beso en la mejilla, escaso y breve, les confirmó que algo había cambiado para siempre. Luego, el amor, la pasión, los encuentros escondidos en las salidas, protegidos siempre por el hermano mayor.

    Los viernes se encontraban a la salida de las clases de tango de Ana Julia, pero esa tarde, sería distinta. La esperaba dentro de su auto cuando la vio salir apresurada del club del brazo de María Inés, desencajada, y antes de que él pudiera acercarse, se alejaron en un taxi. Por Enrique se enteró de lo sucedido. María Inés la había convencido de que aquello era un juego de revanchas y que el verdadero interés de Miguel estaba en ella.

Más frágil que el cristal fue mi amor junto a ti.
Cristal tu corazón, tu mirar, tu reír
……………………………
Cuánto, cuántos años han pasado,
grises mis cabellos y mi vida.
Solo, siempre solo y olvidado
con mi espíritu amarrado
a nuestra juventud. (5)

    Miguel no pudo explicar su verdad. Se cerraron las puertas de la confianza para él. Ana Julia no quiso tampoco escuchar a su hermano, encerrada en su dolor. Rompía las cartas enviadas por Miguel, no contestaba el teléfono, y huía si lograba acercarse.

Un día
he de perder tu rostro
como un himno en la muchedumbre.
Rodará tu sonrisa
como las naranjas
sobre las manteles de júbilo
pero tan distante de mí,
como un faro del centro del océano. (6)

    Siempre lo sorprendió su manera de recordarla; estando en Madrid, en las fiestas de la Puerta de Alcalá, en el Rastro, de tapas en la Plaza Mayor, súbitamente oía una voz o el ondear de una breve melena rubia y pensaba: “Ana Julia”, “Ana Julia”, pero no era ella.

    Añoraba su inocencia, la manera en que breve y cortante ante la pregunta de un pretendiente de ¿bailamos?, contestaba: “Disculpe, tengo la pieza pedida” y darle tiempo a Miguel para que se acercara para salir a bailar.

    Percibía como presente su cuerpo moviéndose al compás de la música, acompañándolo en cada compás. Pero llena de dolor y vergüenza Ana Julia había sucumbido a la intriga.

Ojalá pase algo que te borre de pronto:
una luz cegadora, un disparo de nieve
ojalá, por lo menos, que me lleve la muerte,
para no verte tanto, para no verte siempre
en todos los segundos, en todas las visiones:
ojalá que no pueda tocarte ni en canciones. (7)

    No eran tiempos fáciles: Enrique lograba apenas que sus padres le permitieran seguir en la facultad; había listas de sospechosos, allanamientos, cadenas de amenazas, desaparecidos, teléfonos pinchados, mensajes en clave. Miguel se balanceaba entre “nunca milité” y “llevan a cualquiera”. Era por si acaso para averiguación de antecedentes. El ser universitario era ya una sospecha.

    Una tarde recibió un llamado de Enrique: -“Che, Flaco, dice mi padre que ya tenés el permiso para salir del país, que le parece buena idea que visites a tus tíos en España. Hasta te consiguió el pasaporte y el pasaje”. Miguel entendió la orden oculta y contestó: -“Ah, sí, Negro, qué bien, ¿y cuándo salgo?”. –“Mañana”.

    No, eso no, la lejanía no, el exilio no, el abandono no, el dejar los afectos no, no despedirse de nadie no, no ver más a Ana Julia no…

    ¿Qué se lleva alguien cuando deja un país? La vida resumida en lo que entra en una valija. Hasta que el avión no despegó, no estaba seguro si era una ida o una trampa. Recién cuando dejaron atrás las fronteras del país, comenzó a transfigurarse y poner orden a lo ocurrido. La estadía sería breve, pocos meses, y volvería y todo estaría en lugar, y todo tendría sentido. La misma inquietud lo persiguió al llegar a Madrid, “esto es temporal, no puede estar ocurriendo”.

    Aferrado a los tangos y el mate, únicos recuerdos de su patria, comenzó “mientras tanto” a trabajar, a retomar su carrera, a construir de cero una nueva vida. Las cartas le traían noticias, todo seguía igual, todo demora en volver a la normalidad, Ana Julia nunca más te nombró.

    “Mi vida, te espero en el primer avión, cree en mis palabras, nunca podré amar a otra mujer, no hay paz si no es entre tus brazos”. Cartas rotas, cartas mojadas en lágrimas, cartas ignoradas.   

    Conoció a Lola cuando deambulaba entre la desesperación y la bronca. Era dulce, comprensiva, no había pasión entre ellos. Se casaron cuando le anunció su embarazo; luego los hijos, su carrera profesional casi brillante, la vida, siempre con el sueño de volver.

Volver, con la frente marchita
las nieves del tiempo
blanquearon mi sien.
Sentir, que es un soplo la vida… (8)

    Los años pasaron. Lola enfermó y murió, como ella era, en paz, sonriente y sin requerimientos. Este hecho y el anuncio de la muerte de Enrique, lo decidieron: retirado de su profesión, sus hijos casados, no había impedimento para el regreso; por otra parte, había papeles por firmar y debía hacerse cargo de la casa heredada de sus padres, y volvió.

Vuelvo al Sur,
como se vuelve siempre al amor,
vuelvo a vos,
con mi deseo, con mi temor.

Llevo el Sur,
como un destino del corazón,
soy del Sur,
como los aires del bandoneón. (9)

    El sábado se preparó con esmero. Los botones de la camisa fueron la mayor dificultad para sus manos temblorosas. Llegó temprano, poca gente, los integrantes de la orquesta acomodaban los instrumentos y la vio. Más rubia, más madura, elegante; el vestido negro resaltaba su figura más firme y segura. Pensó en acercarse pero esperó.

    De pronto, los primeros acordes… -“si supieras que aún dentro de mi alma conservo aquel cariño que tuve para ti”-. Caminó lentamente hacia Ana Julia. Un puente de recuerdos y sentimientos en sus miradas; la ternura nubló los ojos claros de Ana Julia y hasta le pareció que brillaban con la humedad de las lágrimas. Se paró frente a ella, esperanzado, tembloroso y, con una voz que le sonó lejana, preguntó: “¿Bailamos?”. Ana Julia lo miró desde el fondo de sus recuerdos, de su amor y de su dolor. Desvió la vista y con tono impersonal contestó: “Disculpe, tengo la pieza pedida”.

    Reaccionó ante el frío de la noche y recién al llegar a la vereda pudo respirar hondo. Sintió que se deshacía en fragmentos dolorosos. Se aferró a un árbol para no caer y pensó que había perdido la última oportunidad, que no habría segunda vuelta, que su vida era un viaje de ida sin posibilidades de retorno.

    Se levantó las solapas del saco para protegerse del frío y, sintiendo que las lágrimas que corrían por su cara eran inagotables, emprendió lentamente el camino a su casa, ya sin esperanzas.

“Me fui, como quien se desangra” (10)

 

Obras citadas
    1.  Jorge Luis Borges. Poesía
    2.  La novia ausente. Tango
    3.  Barrio de tango. Tango
    4.  La cumparsita. Tango
    5.  Cristal. Tango
    6.  Susana Soba. Poesía
    7.  Ojalá. Canción
    8.  Volver. Tango
    9.  Vuelvo al Sur. Tango
    10. Ricardo Güiraldes. Don Segundo Sombra

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