Ficciones
Perfume
de tango
Por Nilda Di Battista
Metió las
manos en los bolsillos, escondiéndolas a tantos saludos.
¿Tanto
alboroto por su regreso? ¿Había sido tanto el tiempo de su ausencia? Sí, fueron
treinta años.
Para Miguel
no había sido más que un breve paseo; una incursión hacia otros territorios,
extraños, inhóspitos…
Sus antiguos
amigos interrogaban: -¿Y cómo te fue? ¿Cómo estás?
- Bien,
estoy bien,- respondía.
Y por dentro
repetía lo que venía a su mente al pensar en su vida: “He cometido el peor de los pecados, no he sido feliz”. (1)
Recorrió
casi sin pensar las viejas veredas de su barrio, sombrías por los plátanos que
las bordeaban, rugosos, torcidos, con cicatrices de iniciales marcadas a
cuchillo, casi como él mismo.
¿Puede el
hombre torcer su destino? ¿Lo construye o se entrega a él? Las decisiones que
se toman, ¿son parte del camino o son ilusiones de un cambio que no existe como
posible?
Recordó su
vida: la muerte prematura de sus padres en ese tonto y cruel accidente terminó
su corta infancia. Cuando todavía no tenía edad para entenderla, éste le
arrebató para siempre la alegría y lo marcó con miedos que siempre perduraron.
Devastado,
quedó a cargo de su abuela quien, a pesar de sus esfuerzos, nunca pudo
reemplazar su pérdida.
Miraba con
frecuencia la foto de ellos: la belleza rubia y serena de su madre, sus ojos
mansos. La prestancia de su padre, que él había heredado.
Nunca dejó
de mirarlos, de extrañarlos y conmoverse viendo cómo se eternizaban como un
joven matrimonio con la edad de la de sus hijos.
Miraba las
caricias que recibían sus compañeros de manos de sus madres: ¿cómo sería la
caricia en el pelo, el reto espontáneo, el cuidado de las comidas? Así como el
ciego prescinde de formas y colores, él se acostumbró a esconder la ternura, el
ser hijo, de recibir besos y cariños fraternales.
Su carácter
manso y tranquilo lo convirtió en un hermano postizo de sus compañeros.
Enrique
Soler, su amigo del alma, fue quien lo cobijó y casi lo convirtió en un hijo
más para aquella familia tan querida en sus recuerdos.
A pesar de
la rigidez que reinaba en ese hogar, presidida por un padre militar y una madre
sumisa, encontró en ellos una oculta ternura que lo protegía. La disciplina
férrea sólo era quebrantada por algún infantil capricho de Ana Julia, la
hermana menor, a quien todos adoraban por su candidez.
Y ahora
también había perdido a Enrique, cuando él todavía estaba lejos y no pudo ni
siquiera darle su último adiós.
A veces
repaso mis horas aquellas
cuando era estudiante y tú eras la amada
que con tu sonrisa repartías estrellas… (2)
cuando era estudiante y tú eras la amada
que con tu sonrisa repartías estrellas… (2)
Levantó la
vista, saliendo de sí mismo; sus pasos lo habían llevado hasta la plaza
principal, verde, prolija, perdurando a través de los años sin modificaciones,
seguramente porque el barrio no era apto para la construcción de grandes
edificios o de grandes shoppings que transformarían su geografía.
Y allí,
frente a él, en la esquina, reconoció al club del barrio: “Club Atlético y Social
América”. ¿Se debía ese nombre a la mágica palabra que los inmigrantes de la
zona habían pronunciado como una esperanza de vida, al dejar sus tierras de
origen? Seguramente fue así: América, la tierra soñada.
El Club
permanecía inamovible, sólido, remozado por la pintura con colores actuales que
ocultaban sus viejos muros. Habían construido un gimnasio donde antes se
extendía la terraza, donde años atrás, en los días de verano, se amontonaban
mesas y sombrillas que protegían del calor.
En la
esquina, el bar permanecía sin cambios. A través de las ventanas contempló la
pista y el escenario, donde los sábados a la noche se instalaban las orquestas
que amenizaban los bailes. En la entrada un cartel con grandes letras
anunciaba:
Sábado, 20 de octubre,
2009
22 horas
Gran baile Gran
Con la orquesta típica de Federico Acosta
Y la voz de Osvaldo Fiol.
Actuará el cuerpo de baile de tango,
con la dirección de Ana Julia Soler.
Entradas en venta
22 horas
Gran baile Gran
Con la orquesta típica de Federico Acosta
Y la voz de Osvaldo Fiol.
Actuará el cuerpo de baile de tango,
con la dirección de Ana Julia Soler.
Entradas en venta
Así que todo
seguía igual. ¡Osvaldo todavía cantaba! ¿Después de treinta años? Claro, tenía
su edad. Decidió y supo que el sábado estaría allí, como tantos años antes.
Pensó
nuevamente en Enrique; compañeros de primaria y secundaria, al ingresar en la
Facultad, sus caminos divergieron: Miguel ingresó en Bioquímica, mientras que
su amigo lo hizo en Filosofía y Letras.
¡Qué años
aquéllos! Las noches de estudio, el bullicio de las calles, la calle Córdoba
que reunía en sus bares a una juventud insólita, pensante, luchadora. Los
centros de estudiantes hervían de ideologías, en discusiones acerca de
revoluciones y temas candentes.
Los
militares subían y bajaban los gobiernos, los universitarios eran aguerridos,
idealistas… “nidos de subversión” pensaban los viejos retrógrados, plenos de
temores. ¡Pero ellos eran jóvenes, fogosos y creían poder cambiar el mundo!
Pero los sábados volvían al Club del barrio, a lucir en la pista los pasos de
tango ensayados previamente.
Ana Julia,
aquella mocosa caprichosa, se había cortado las trenzas.
Barrio de tango,
luna y misterio,
calles lejanas, cómo estarán,
viejos amigos que hoy ni recuerdo
qué se habrán hecho, dónde andarán.
Barrio de tango, qué fue de aquella
la rubia que tanto amé… (3)
calles lejanas, cómo estarán,
viejos amigos que hoy ni recuerdo
qué se habrán hecho, dónde andarán.
Barrio de tango, qué fue de aquella
la rubia que tanto amé… (3)
Noche de
tango. Desde un rincón miraba la mesa donde estaba Ana Julia, custodiada por su
madre y su amiga María Inés que, con su mirada pícara, lo invitaba desde la
distancia. La orquesta arrancó con un tango
…si supieras
que aún dentro de mi alma
conservo aquel cariño que tuve para ti… (4)
conservo aquel cariño que tuve para ti… (4)
Se acomodó
el saco y rumbeó a la mesa, la mirada dirigida a María Inés, que lo esperaba. Y
fue en ese momento (culpa del destino) que, por arrogancia, orgullo o porque la
vida lo quiso, se volvió hacia Ana Julia y le dijo: -¿bailamos?-.
Fueron al
medio de la pista y le costó comenzar el baile; había tanto conocimiento entre
ellos que se sintieron embargados de una vergüenza nueva. Abrazó la cintura
breve de la rubia, que se abría como un abanico hacia el escote. Percibió el
cuerpo frágil debajo de la seda liviana del vestido; el brazo de ella se
deslizó buscando su cuello, estremeciéndolo. Sus miradas quedaron casi al mismo
nivel; los ojos azules de Ana Julia lo interrogaban, lo seducían, lo amarraban.
Miguel le preguntó: -¿Te atrevés al tango?-
-Probame-, contestó Ana Julia sin levantar la voz.
-Probame-, contestó Ana Julia sin levantar la voz.
Se
deslizaron por la pista, los cuerpos respondiendo al compás del dos por cuatro.
Giros, quebradas, ochos, todo se lo permitieron, asombrados del descubrimiento
de la conjunción de los movimientos.
Al volver a
la mesa, María Inés había desaparecido.
Como todos
los sábados, junto con Enrique, acompañaron a Ana Julia y a su madre, las pocas
cuadras que los separaban de su casa. La noche era serena y se percibía el
tremolar de sus corazones.
Casi sin
palabras, turbados, al llegar a la puerta se despidieron, las manos ansiosas de
caricias, y el beso en la mejilla, escaso y breve, les confirmó que algo había
cambiado para siempre. Luego, el amor, la pasión, los encuentros escondidos en
las salidas, protegidos siempre por el hermano mayor.
Los viernes
se encontraban a la salida de las clases de tango de Ana Julia, pero esa tarde,
sería distinta. La esperaba dentro de su auto cuando la vio salir apresurada
del club del brazo de María Inés, desencajada, y antes de que él pudiera
acercarse, se alejaron en un taxi. Por Enrique se enteró de lo sucedido. María
Inés la había convencido de que aquello era un juego de revanchas y que el
verdadero interés de Miguel estaba en ella.
Más frágil
que el cristal fue mi amor junto a ti.
Cristal tu corazón, tu mirar, tu reír
……………………………
Cuánto, cuántos años han pasado,
grises mis cabellos y mi vida.
Solo, siempre solo y olvidado
con mi espíritu amarrado
a nuestra juventud. (5)
Cristal tu corazón, tu mirar, tu reír
……………………………
Cuánto, cuántos años han pasado,
grises mis cabellos y mi vida.
Solo, siempre solo y olvidado
con mi espíritu amarrado
a nuestra juventud. (5)
Miguel no
pudo explicar su verdad. Se cerraron las puertas de la confianza para él. Ana
Julia no quiso tampoco escuchar a su hermano, encerrada en su dolor. Rompía las
cartas enviadas por Miguel, no contestaba el teléfono, y huía si lograba
acercarse.
Un día
he de perder tu rostro
como un himno en la muchedumbre.
Rodará tu sonrisa
como las naranjas
sobre las manteles de júbilo
pero tan distante de mí,
como un faro del centro del océano. (6)
he de perder tu rostro
como un himno en la muchedumbre.
Rodará tu sonrisa
como las naranjas
sobre las manteles de júbilo
pero tan distante de mí,
como un faro del centro del océano. (6)
Siempre lo
sorprendió su manera de recordarla; estando en Madrid, en las fiestas de la
Puerta de Alcalá, en el Rastro, de tapas en la Plaza Mayor, súbitamente oía una
voz o el ondear de una breve melena rubia y pensaba: “Ana Julia”, “Ana Julia”,
pero no era ella.
Añoraba su
inocencia, la manera en que breve y cortante ante la pregunta de un
pretendiente de ¿bailamos?, contestaba: “Disculpe, tengo la pieza pedida” y
darle tiempo a Miguel para que se acercara para salir a bailar.
Percibía
como presente su cuerpo moviéndose al compás de la música, acompañándolo en
cada compás. Pero llena de dolor y vergüenza Ana Julia había sucumbido a la
intriga.
Ojalá pase
algo que te borre de pronto:
una luz cegadora, un disparo de nieve
ojalá, por lo menos, que me lleve la muerte,
para no verte tanto, para no verte siempre
en todos los segundos, en todas las visiones:
ojalá que no pueda tocarte ni en canciones. (7)
una luz cegadora, un disparo de nieve
ojalá, por lo menos, que me lleve la muerte,
para no verte tanto, para no verte siempre
en todos los segundos, en todas las visiones:
ojalá que no pueda tocarte ni en canciones. (7)
No eran
tiempos fáciles: Enrique lograba apenas que sus padres le permitieran seguir en
la facultad; había listas de sospechosos, allanamientos, cadenas de amenazas,
desaparecidos, teléfonos pinchados, mensajes en clave. Miguel se balanceaba
entre “nunca milité” y “llevan a cualquiera”. Era por si acaso para
averiguación de antecedentes. El ser universitario era ya una sospecha.
Una tarde
recibió un llamado de Enrique: -“Che, Flaco, dice mi padre que ya tenés el
permiso para salir del país, que le parece buena idea que visites a tus tíos en
España. Hasta te consiguió el pasaporte y el pasaje”. Miguel entendió la orden
oculta y contestó: -“Ah, sí, Negro, qué bien, ¿y cuándo salgo?”. –“Mañana”.
No, eso no, la
lejanía no, el exilio no, el abandono no, el dejar los afectos no, no
despedirse de nadie no, no ver más a Ana Julia no…
¿Qué se
lleva alguien cuando deja un país? La vida resumida en lo que entra en una
valija. Hasta que el avión no despegó, no estaba seguro si era una ida o una
trampa. Recién cuando dejaron atrás las fronteras del país, comenzó a
transfigurarse y poner orden a lo ocurrido. La estadía sería breve, pocos
meses, y volvería y todo estaría en lugar, y todo tendría sentido. La misma inquietud
lo persiguió al llegar a Madrid, “esto es temporal, no puede estar ocurriendo”.
Aferrado a
los tangos y el mate, únicos recuerdos de su patria, comenzó “mientras tanto” a
trabajar, a retomar su carrera, a construir de cero una nueva vida. Las cartas
le traían noticias, todo seguía igual, todo demora en volver a la normalidad,
Ana Julia nunca más te nombró.
“Mi vida, te
espero en el primer avión, cree en mis palabras, nunca podré amar a otra mujer,
no hay paz si no es entre tus brazos”. Cartas rotas, cartas mojadas en
lágrimas, cartas ignoradas.
Conoció a
Lola cuando deambulaba entre la desesperación y la bronca. Era dulce,
comprensiva, no había pasión entre ellos. Se casaron cuando le anunció su
embarazo; luego los hijos, su carrera profesional casi brillante, la vida,
siempre con el sueño de volver.
Volver, con
la frente marchita
las nieves del tiempo
blanquearon mi sien.
Sentir, que es un soplo la vida… (8)
las nieves del tiempo
blanquearon mi sien.
Sentir, que es un soplo la vida… (8)
Los años
pasaron. Lola enfermó y murió, como ella era, en paz, sonriente y sin
requerimientos. Este hecho y el anuncio de la muerte de Enrique, lo decidieron:
retirado de su profesión, sus hijos casados, no había impedimento para el
regreso; por otra parte, había papeles por firmar y debía hacerse cargo de la
casa heredada de sus padres, y volvió.
Vuelvo al
Sur,
como se vuelve siempre al amor,
vuelvo a vos,
con mi deseo, con mi temor.
como se vuelve siempre al amor,
vuelvo a vos,
con mi deseo, con mi temor.
Llevo el Sur,
como un destino del corazón,
soy del Sur,
como los aires del bandoneón. (9)
como un destino del corazón,
soy del Sur,
como los aires del bandoneón. (9)
El sábado se
preparó con esmero. Los botones de la camisa fueron la mayor dificultad para
sus manos temblorosas. Llegó temprano, poca gente, los integrantes de la
orquesta acomodaban los instrumentos y la vio. Más rubia, más madura, elegante;
el vestido negro resaltaba su figura más firme y segura. Pensó en acercarse
pero esperó.
De pronto,
los primeros acordes… -“si supieras que aún dentro de mi alma conservo aquel
cariño que tuve para ti”-. Caminó lentamente hacia Ana Julia. Un puente de
recuerdos y sentimientos en sus miradas; la ternura nubló los ojos claros de
Ana Julia y hasta le pareció que brillaban con la humedad de las lágrimas. Se
paró frente a ella, esperanzado, tembloroso y, con una voz que le sonó lejana,
preguntó: “¿Bailamos?”. Ana Julia lo miró desde el fondo de sus recuerdos, de
su amor y de su dolor. Desvió la vista y con tono impersonal contestó:
“Disculpe, tengo la pieza pedida”.
Reaccionó
ante el frío de la noche y recién al llegar a la vereda pudo respirar hondo.
Sintió que se deshacía en fragmentos dolorosos. Se aferró a un árbol para no
caer y pensó que había perdido la última oportunidad, que no habría segunda
vuelta, que su vida era un viaje de ida sin posibilidades de retorno.
Se levantó
las solapas del saco para protegerse del frío y, sintiendo que las lágrimas que
corrían por su cara eran inagotables, emprendió lentamente el camino a su casa,
ya sin esperanzas.
“Me fui, como
quien se desangra” (10)
Obras citadas
1.
Jorge Luis Borges. Poesía2. La novia ausente. Tango
3. Barrio de tango. Tango
4. La cumparsita. Tango
5. Cristal. Tango
6. Susana Soba. Poesía
7. Ojalá. Canción
8. Volver. Tango
9. Vuelvo al Sur. Tango
10. Ricardo Güiraldes. Don Segundo Sombra
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