Ficciones
La
Valija
…a mis primas y nuestros
recuerdos
Por Julia Volonté
¿Cómo olvidarla? ¿Cómo no recordar aquel
día frío de agosto cuando llegó a casa? Con su tapado verde con los botones
grandes del mismo color y el cuello puntudo, como se usaba en la época. Lo
cierto es que venía de paso. La Tuta Mandagarán era conocida de mi vieja y como
era costumbre heredada de mis abuelos y de los abuelos de mis abuelos quizás,
mi casa estaba abierta a todos los que pasaran de visita. A quienes se les daba
hospedaje, si la ocasión lo ameritaba.
Resulta que la Tuta venía siguiendo a El
Hombre que había conocido una noche en Mumbo Yumbo, la boite de Tapalqué, que
en esos tiempos era el lugar de “esparcimiento” de las muchachas y muchachos.
Allí había ido con las chicas de Delos Heros, con quienes compartía la edad de
merecer y las salidas. El Hombre en cuestión era chofer del Tirsa que hacía la
ruta Mar del Plata-Rosario. Entre la llama de los besos de aquella noche, él le
prometió que volverían a verse a la semana cuando pasara por Tapalqué camino a
Rosario. La Tuta sin dudar a la semana se paró en la ruta a esperar el paso del
Tirsa y a El Hombre que lo manejaba. A las dos horas apareció en el horizonte
el ómnibus, y el Ruben, como se llamaba, que la hizo cebar mate los 386
kilómetros que separaban Tapalqué de San Nicolás donde la depositó porque tenía
conocidos. De los fogosos arrumacos de aquella noche olvidada en Mumbo Yumbo,
poco quedaba, ni cenizas. Así fue como llegó a casa, con la promesa de El
Hombre que en tres días cuando hacía el recorrido inverso la llevaba a
Tapalqué. En esos tres días podían encontrarse y reavivar la llama. Eso le
decía la Tuta en la cocina a mi vieja por lo bajo, al lado de la cocina, meta
mate y charla, en el segundo día de espera y sin noticias de El Hombre.
Recuerdo vívidamente la pregunta de mamá camuflada de complicidad: -¿Y tu
familia que dice?
Al quinto día de estadía mis viejos
comenzaron a sugerirle a la Tuta que tal vez le había surgido algún
contratiempo. Ella insistía que volvería. No era que nos molestara su
presencia, era el nerviosismo que tenía, las largas charlas que sometía a mamá
en la orilla de la cocina buscando justificaciones de la tardanza. La Tuta a estas alturas era un monumento a la
espera, un monólogo de por qué el Ruben esta vez cuando suene el timbre estará
tras esa puerta. La incomodidad de verle la cara cuando no era El Hombre el que
llamaba por teléfono. El desagrado de su rictus cuando alguien sin querer le
recordaba la cantidad de días que su visita se prolongaba. Lo cierto es que al
décimo día mi viejo le compró un pasaje de ida a Tapalqué en el Tirsa y allí la
dejamos, sentada en el asiento del micro rumbo a su vuelta.
Nunca supe que fue de la vida de la Tuta
Mandagarán. Como tampoco llego a
desentrañar qué fue exactamente lo que impactó tanto en la memoria de mis
recuerdos. Los días convividos con ella, que tuve que prestarle mi cama, el
verde de ese tapado, la espera, la eterna espera de esa mujer por El Hombre o
la bolsa de hacer los mandados que traía
como única valija.
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