miércoles, 18 de junio de 2014

Realidades y relatos: Las marcas de la guerra


Realidades y relatos

Las marcas de la guerra

Por María Guillermina Volonté

   
    Publicado en el libro "Cuentos bajo el portal azul" compilado por WALLY ZAMBON, Editorial Dunken, 2014, ISBN 978-987-02-7171-0.
    Las guerras siempre dejan huellas, algunas físicas, otras psicológicas y otras emocionales. Familias y amigos que nunca se volvieron a ver, recuerdos dolorosos, pérdidas irreparables. Desde muy joven éste fue un tema que me obsesionó, por ello en este relato ficcionado, intento homenajear a quienes pasaron por alguna de esas tristes e inolvidables situaciones.

    Recuerdo con nitidez aquel día, 1 de septiembre de 1939.

    Me había levantado temprano, debía prepararme para el concierto de violín que esa tarde daría en la pequeña iglesia del pueblo.

    Tenía 15 años y mi vida transcurría tranquila: el colegio, las clases de violín, las tertulias en mi casa con mis padres y mis dos hermanos. En los ratos libres dedicarme a la lectura… ¡Eran tantos los libros de la biblioteca de mi padre que nunca terminaría de leerlos! - Eso era lo que pensaba…

    Uno de los momentos más alegres era cuando recibía alguna de las extensas cartas que me enviaba Nina, mi amiga de la infancia, desde su pueblo natal, Bedzin, al sur de Polonia.

    Nos habíamos conocido en unas vacaciones de verano en las playas del norte, sobre el Mar Báltico, encuentros que se repitieron cada año, en la misma época y en el mismo lugar.

    Desde ese momento fuimos inseparables, aún a la distancia, las cartas iban y venían desde Moritzburg a Bedzin, cruzando la frontera alemano-polaca y a la inversa.

    Mi mundo era así, muy simple, podría decirse hasta monótono, no había muchas cosas más por hacer en Moritzburg y a esa edad no se piensa demasiado en el futuro.

    Hoy, que han pasado casi 60 años de ese día, reflexiono y me doy cuenta cómo puede cambiar todo en un instante…

    Pero, volvamos a 1939…

    El pueblo se revolucionó, la gente se agolpaba en las esquinas, hablaban en voz baja, sus rostros reflejaban preocupación. No obstante, también estaban quienes atravesaban el pueblo en sus autos, vitoreando y tocando sus bocinas estrepitosamente.

    En un principio no entendí lo que sucedía, hasta que escuché decir a mi madre, a media voz: “parece que invadieron Polonia”, “se viene la guerra”…

Solo pensé en Nina y me puse a llorar.

    A partir de ese día todo cambió en Moritzburg, los jóvenes del pueblo con sus uniformes de soldados partían en oscuros e interminables trenes, mientras que en el andén de la estación sus familiares se abrazaban acongojados.

    En casa tampoco la vida fue la misma: se terminaron los conciertos y las clases de violín, al caer la tarde las ventanas se cerraban, las luces encendidas eran pocas. Yo me las ingeniaba para seguir leyendo a la luz de una pequeña lámpara a kerosene que tenía en mi habitación, mientras mis padres se sentaban junto a la vieja radio tratando de escuchar alguna noticia.

    Cuando llegó la primera carta de Nina, después de aquel fatídico día, ya había transcurrido casi un año y comprendí de golpe que algo había cambiado entre nosotras.

    Todo lo que me contaba era muy triste, casi me describía un infierno, ya no tenían clases en los colegios, les habían incautado los documentos, la comida escaseaba, los que podían huían de Bedzin y los que se quedaban no tenían demasiadas esperanzas de sobrevivir en esas condiciones.

    Nuestro intercambio epistolar fue espaciándose en el tiempo, se hacía cada vez más difícil tener noticias de lo que ocurría del otro lado de la frontera.

    Tampoco era fácil la vida en Moritzburg, mis padres comenzaron a pensar y planificar una mudanza a un sitio más tranquilo.

    A medida que nos alejábamos de Alemania, rumbo a nuestro nuevo hogar, yo sentía a mi amiga cada vez más lejana.

    En su última carta me contaba que la habían seleccionado para trabajar en una fábrica, que dentro de todo eso la tranquilizaba ya que la salvaba de ser deportada como a muchos de sus amigos, yo no comprendí en ese momento lo que eso significaba…

    Pasaron los años, nunca olvidé a Nina, con el tiempo intenté buscarla pero fue en vano. En Bedzin no había registros de los jóvenes que vivieron entre 1939 y 1943, como si se los hubiera tragado la tierra…

    Cada vez que paseo a la orilla del mar, la recuerdo, recuerdo nuestros juegos en la arena y nuestras interminables confidencias al arrullo de las olas de aquél Báltico inolvidable.

    Cada vez que abrazo a una amiga, imagino que la estoy abrazando a ella.

    Cada vez que el cartero toca mi puerta, me salta el corazón pensando si será carta de Nina…

    Soy optimista… quizás… algún día…

1 comentario:

  1. ¡Qué hermoso relato! Kitty , ¡tan simple y atrapante! Simplemente me encantó.

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