Realidades
y relatos
Las marcas de la guerra
Por María
Guillermina Volonté
Publicado
en el libro "Cuentos bajo el
portal azul" compilado por WALLY ZAMBON, Editorial Dunken,
2014, ISBN 978-987-02-7171-0.
Las guerras siempre
dejan huellas, algunas físicas, otras psicológicas y otras emocionales.
Familias y amigos que nunca se volvieron a ver, recuerdos dolorosos, pérdidas
irreparables. Desde muy joven éste fue un tema que me obsesionó, por ello en este
relato ficcionado, intento homenajear a quienes pasaron por alguna de esas tristes
e inolvidables situaciones.
Recuerdo con
nitidez aquel día, 1 de septiembre de 1939.
Me había levantado temprano, debía
prepararme para el concierto de violín que esa tarde daría en la pequeña
iglesia del pueblo.
Tenía 15 años y mi vida transcurría
tranquila: el colegio, las clases de violín, las tertulias en mi casa con mis
padres y mis dos hermanos. En los ratos libres dedicarme a la lectura… ¡Eran
tantos los libros de la biblioteca de mi padre que nunca terminaría de leerlos!
- Eso era lo que pensaba…
Uno de los momentos más alegres era cuando
recibía alguna de las extensas cartas que me enviaba Nina, mi amiga de la
infancia, desde su pueblo natal, Bedzin, al sur de Polonia.
Nos habíamos conocido en unas vacaciones de
verano en las playas del norte, sobre el Mar Báltico, encuentros que se
repitieron cada año, en la misma época y en el mismo lugar.
Desde ese momento fuimos inseparables, aún
a la distancia, las cartas iban y venían desde Moritzburg a Bedzin, cruzando la
frontera alemano-polaca y a la inversa.
Mi mundo era así, muy simple, podría
decirse hasta monótono, no había muchas cosas más por hacer en Moritzburg y a
esa edad no se piensa demasiado en el futuro.
Hoy, que han pasado casi 60 años de ese
día, reflexiono y me doy cuenta cómo puede cambiar todo en un instante…
Pero, volvamos a 1939…
El pueblo se revolucionó, la gente se
agolpaba en las esquinas, hablaban en voz baja, sus rostros reflejaban
preocupación. No obstante, también estaban quienes atravesaban el pueblo en sus
autos, vitoreando y tocando sus bocinas estrepitosamente.
En un principio no entendí lo que sucedía,
hasta que escuché decir a mi madre, a media voz: “parece que invadieron
Polonia”, “se viene la guerra”…
Solo pensé
en Nina y me puse a llorar.
A partir de ese día todo cambió en
Moritzburg, los jóvenes del pueblo con sus uniformes de soldados partían en
oscuros e interminables trenes, mientras que en el andén de la estación sus
familiares se abrazaban acongojados.
En casa tampoco la vida fue la misma: se
terminaron los conciertos y las clases de violín, al caer la tarde las ventanas
se cerraban, las luces encendidas eran pocas. Yo me las ingeniaba para seguir
leyendo a la luz de una pequeña lámpara a kerosene que tenía en mi habitación,
mientras mis padres se sentaban junto a la vieja radio tratando de escuchar
alguna noticia.
Cuando llegó la primera carta de Nina,
después de aquel fatídico día, ya había transcurrido casi un año y comprendí de
golpe que algo había cambiado entre nosotras.
Todo lo que me contaba era muy triste, casi
me describía un infierno, ya no tenían clases en los colegios, les habían
incautado los documentos, la comida escaseaba, los que podían huían de Bedzin y
los que se quedaban no tenían demasiadas esperanzas de sobrevivir en esas
condiciones.
Nuestro intercambio epistolar fue
espaciándose en el tiempo, se hacía cada vez más difícil tener noticias de lo
que ocurría del otro lado de la frontera.
Tampoco era fácil la vida en Moritzburg,
mis padres comenzaron a pensar y planificar una mudanza a un sitio más
tranquilo.
A medida que nos alejábamos de Alemania,
rumbo a nuestro nuevo hogar, yo sentía a mi amiga cada vez más lejana.
En su última carta me contaba que la habían
seleccionado para trabajar en una fábrica, que dentro de todo eso la
tranquilizaba ya que la salvaba de ser deportada como a muchos de sus amigos,
yo no comprendí en ese momento lo que eso significaba…
Pasaron los años, nunca olvidé a Nina, con
el tiempo intenté buscarla pero fue en vano. En Bedzin no había registros de
los jóvenes que vivieron entre 1939 y 1943, como si se los hubiera tragado la
tierra…
Cada vez que paseo a la orilla del mar, la
recuerdo, recuerdo nuestros juegos en la arena y nuestras interminables
confidencias al arrullo de las olas de aquél Báltico inolvidable.
Cada vez que abrazo a una amiga, imagino
que la estoy abrazando a ella.
Cada vez que el cartero toca mi puerta, me
salta el corazón pensando si será carta de Nina…
Soy optimista… quizás… algún día…
¡Qué hermoso relato! Kitty , ¡tan simple y atrapante! Simplemente me encantó.
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