Ficciones
La lección de tango
Por Nilda
Di Battista
Caminaron hasta el centro de la pista. Enfrentados,
el extendió su brazo derecho que abrazó la cintura, en un gesto casi femenino. Este
gesto y el largo cabello engominado atado con una cinta en la nuca, eran los
únicos detalles que atenuaban la firmeza de su estampa viril. Ella colocó su
mano izquierda, apenas en un suave contacto en el hombro de él, contacto que
a través de la danza se iría acentuando
para convertirse en apoyo y abrazo.
Negra era la vestimenta de él, y también el
color elegido para el vestido de su compañera que se engalanaba por la cintura,
colmada de lentejuelas, y que se prolongaban en los finos breteles cruzados en
la espalda, remarcando aún más la tersura de la piel.
La mano derecha del varón bajó hasta
encontrar un hueco en su cintura, donde era capaz de ejercer la presión
suficiente para dirigir la danza. Las manos libres se encontraron en el aire,
completando la figura inicial, elegante y estática, sus rostros vueltos en
sentidos opuestos, como cara y ceca de las monedas.
Los primeros acordes de la música los
alertó, parecían dos rivales al comenzar una lucha, ninguna emoción se
reflejaba en sus rostros serios y concentrados.
Al primer avance del varón, correspondió un
retroceso de la mujer, que con elegancia y soltura realizó ochos cruzados, sin
vacilaciones, increíblemente segura sobre los zapatos altos de finos tacos…
La danza continuó mientras la letra del
tango hablaba de milonguitas engañadas, francesas soñando con volver a París y
del eterno sufrimiento de las madres
derramando lágrimas por sus hijos.
Ningún gesto revelaba los sentimientos de
los bailarines: eternamente lejanos, parecía que nada podía conectarlos, encerrados cada uno
en sus propios misterios…
El varón de pronto marcó el gesto para dar
lugar a la improvisación de la mujer… plantada con firmeza, ésta pareció
despertar de un letargo: sus giros, tirabuzones y puntas tenían una gravedad y
un apasionamiento visceral, mientras la falda, cómoda y sedosa marcaba debajo
de la tela el sugestivo movimiento de sus piernas, resaltadas por la negritud
del color…
Al finalizar sus giros, su mirada se centró
en el rostro de su compañero, y con un gesto de altivez, se entregó nuevamente
a la marcación que éste señalaba.
A partir de allí un cambio en la atmósfera,
acalló las voces tenues del salón, que pareció transformarse, para contemplar
atónitos el rumbo del tango: se sumergieron en idas y vueltas, figuras planteadas
y resueltas, ambos bailarines en una perfecta unión que ya no requería de
acuerdos o marcaciones.
Era la conjunción perfecta y armoniosa, que
se reflejaba en sus rostros, en las gotas de sudor que aparecieron, humedeciendo
sus frentes, en la respiración rápida y ligera que acompañaba su esfuerzo, en
el brillo radiante de sus ojos, en las mejillas encendidas que ahora se unían
en la emoción, en sus cuerpos que se acercaban buscando una expresión sublime
del baile…
El compás final los encontró atónitos e
inmóviles: él con una arrogancia similar a la de un torero en plena lidia, con
su mirada altiva y lejana, a ella con una rodilla flexionada, casi en postura
de plegaria, mientras la otra pierna se extendía gloriosa rozando el suelo, como
en una entrega final a su compañero, con su rostro hacia el cielo
…Se deshizo el abrazo y por un instante se
miraron como reconociéndose, luego de un sueño
o un asombro.
Ella se sentó y comenzó a cambiar sus
zapatos por unas zapatillas multicolores, él se aferró a la botella de agua
para calmar la sed, cada uno en sus pensamientos…
La bailarina dijo quedamente: es tarde, me
voy, hasta la próxima… Y bajó por las escaleras… él, todavía sediento y sereno,
tomó otro trago de agua y se despidió.
La lección de tango había terminado sobre
los zapatos de altos tacos, y así continuaron por largos momentos, en avances y
retrocesos, armando y completando complejas figuras que se ejecutaban rozando
apenas el suelo.
El varón ordenaba, sojuzgaba y dirigía el
baile… a lo lejos, la melodía del tango hablaba de milonguitas prostituidas, de
francesitas engañadas que lloraban a París, de hombres solitarios ante la pérdida
de un amor y de la dedicación y cariño de las madres sufrientes.
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