Ficciones
LA PLAZA
Por María
Julieta Escayola
La
plaza de Alvear a la siesta queda adormilada por un murmullo de hojas.
Deslizadas al ras del suelo. Es el sur, pero sigue siendo desierto. El niño de
piel oscura y ojos curiosos juega despreocupado. Su cara ríe junto a un amigo.
Más tarde se suman otros. Asoma una pizca de líder. Una manera entre vehemente
y altanera. Cierto rencor que le domina las tripas por el juguete que perdió.
No importa. Él lo va a recuperar pronto.
En un
rapto de quietud, se queda mirando. La plaza. Está bonita. Qué lindo ir por
ahí. ¿Todos los lugares tienen plaza? ¿Podría adornarse más? Es cálida. La
plaza. Es contenedora.
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El
joven la mira. La dejó atrás por unos años, junto con su pueblo. Pero ahora que
la vuelve a ver, le sigue pareciendo bonita. Aquella que convoca, que saluda,
que alberga al hombre que camina. Al taciturno. Al que necesita un poco de
tranquilidad. A los grupos. A las reuniones. Le cuenta cosas a la plaza.
Intimidades. Ya me recibí, ¿viste? Vi
muchas, en el Este, pero como vos, ninguna. Ahora me voy a la principal, a tu
compañera, la quiero dejar linda, quiero que sea la más linda de todas.
Se va y
llega acá. La mira, como sólo él las sabe mirar. Es más grande que la natal. Ve
su fuente. El escudo. Recuerda entonces, que era por esto que quería volver.
Anhelaba el paso cansino de sus vecinos. Quiere embellecerla. Tejerle un camino
lleno de caminantes a su costado. Con mesas de cafecitos para que la honren.
Con canteros. ¡Y una pérgola! ¡Qué bonita quedaría! Y al otro costado, una
avenida de aquellas… Una peatonal al servicio de la plaza más bonita que ha
visto.
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Hoy
está preocupado. Piensa. ¿Por qué me atacan? ¡Cobardes! ¡Den la cara, carajo!
Es verdad lo que yo digo. No se puede caminar por las calles. Necesito que
estén limpias. Los manteles no quedan bien. ¡La contaminación, mierda! ¿No se
entiende lo que digo? Esta es una ciudad en flor. Tiene que ser el emblema. El
emblema.
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Es joven pero ha quedado solo. De vuelta
del funeral, el trabajo será a partir de ahora algo para aferrarse. Mis hijos
comprenderán. El pucho. Mi compañero fiel. En momentos de desazón del alma, de
emociones descontroladas, está bueno pensar en todo lo que hay que seguir
haciendo. La Alameda. La plaza fundacional quedó espléndida. Voy por el Parque.
Dueño absoluto del reloj de sol. De una Nave como extraterrestre. Una Nave
Cultural. Tengo que dejar todo en orden. Hay que seguir haciendo. Ella me reclama.
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La oficina está vacía. Se va de allí
porque necesita respirar. Mañana volverá más firme. Se sienta en un banco del
Barrio Cívico. Contempla el Palacio de Justicia a su costado. Enfrente, la Casa
de Gobierno. Estuve cerquita. Los árboles. ¡Qué lindos! ¡Árboles en el
desierto! Ellos hicieron alguna vez una hazaña. ¿Por qué yo no, algo más
pequeño? Sonríe. Está solo. Le duele. Los recuerdos le vuelven, le fluyen, le
brotan. La ciudad. Qué ingrata fue algunas veces. Pero cuántas satisfacciones
por otro lado. Qué contradictoria, la vida. ¡Tiene tanto por hacer! Pero poco
tiempo. Quedó linda la San Martín. Y ni que contar la Arístides. Y en el otro
lado, el persa. ¿Está todo bien?
Entrecierra los ojos, el sol pega alto. El
sol de la siesta. El de la plaza. El de la plaza. ¿De acá, o de allá? No se
acuerda. Tan sólo por un segundo, pero pasa. ¡Sí, ahora sí! Sabe con seguridad.
La plaza de la ciudad maravillosa.
El Intendente está cansado, pero no es la
hora aún. Cuántos recuerdos. De viejas peleas. De nuevos enfrentamientos. Esta
vez con su cuerpo. Que sigue siendo joven, pero no sirve de nada. Y su esposa,
su mujer, ¿dónde está? ¿Por qué no está con él? Se fue pronto. Tan joven. ¡Puta
madre! La soledad lo acucia de a ratos. Pero no se lo puede permitir. La
ciudad. Cierto, la ciudad. Sí, ella me espera, así como mi mujer. La plaza. Un
legado más. Un último esfuerzo. Vamos por ahí. A seguir luchando, nomás.
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Y un
día el Viti se fue a embellecer otra plaza, allá, en el cielo. Ahora no vuelve.
Es hora del descanso. Lo único triste es
que la ciudad se quedó huérfana.
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