Ficciones
EL ASESINO DE MI AMIGA
Por María
Julieta Escayola
Publicado en el libro Las once miradas, Edición de las autoras, Mendoza, 2013, ISBN
978-987-9441-73-2
Los invitamos a leer más cuentos de esta antología compartida
con las autoras mendocinas Graciela Marina Cremaschi, Mirta Porro, María Ester
Correa, Carmen Minucci, Élida Vila, Mabel Acevedo, Patricia Santoni, Ángela
Escobar, Lelia Núñez y Marian Romero Day.
Fue un orgullo estar con
ellas en dicha publicación
Vivía sola y tenía encuentros casuales con
hombres de distintas edades. Subían la escalera de su casa y desde ahí empezaba
el ritual de arrumacos y caricias prestadas por unos instantes.
Me contaba sus encuentros. Yo era su
confidente. Su conversación, minuciosa en los detalles. No le tenía miedo al
pudor. Es más, creo que no tenía pudor.
Todavía recuerdo su sonrisa. Tenía una
particularidad física que sólo yo apreciaba. Era un diente más adelantado que
el otro. Le daba un toque distinto. A toda otra mujer. Todavía recuerdo la boca
roja, bien roja. El rimmel a la
perfección. El perfume embriagador. Siempre. Los zapatos negros de taco aguja.
La camisa impecable. La falda tubo. Le gustaba vestir de última moda. Con
colores intensos. Vestir bien. Vestir bonita.
Conmocionó al vecindario, a los medios y a
la gente más allegada la noticia. Una de aquellas noches, el señor de turno le
había disparado una sola vez directo al corazón. Como había hecho Favaloro
cuando se suicidó. Bala certera, había cobrado la vida de mi amiga.
No había indicios de violencia. Ella le
había abierto la puerta a su ejecutor. Lo había hecho pasar. A aquel templo. A
aquel hueco plagado de tentación.
Decidí hacer una marcha por ella. Me habían
prometido que el crimen se iba a resolver y más de una vez tuve que ir a ruedas
de reconocimiento, por si hubiera alguien que me resultara conocido. Pero no
encontraron nada. Nunca. Y cada día se alejaba más la pista.
Semanas antes me había explicado que era el
momento. Que había encontrado a su “media naranja”. Era de hablar a la antigua.
Ya era tiempo de “sentar cabeza” y no quería quedarse a “vestir santos”. El
tipo era “un buen partido”. No estaba enamorada. Lo que podía describir era el
placer. ¡Oh! ¡Sí! ¡El placer! Lo había experimentado toda su vida. Y le
fascinaba. Pero el amor… no. Dudaba que existiera.
Con el paso de los meses, ni la policía ni
los investigadores daban con el
candidato en cuestión. Ni yo supe quién era a pesar de la historia que me había
contado. Quería conocerlo.
Intenté averiguar por mi cuenta. Pero todos
los hombres que habían estado a su alrededor se habían alejado después de su
muerte. Ni en el velorio aparecieron. Tampoco en el entierro. Ni un comentario
en sus redes sociales. Nada. Así que la búsqueda se me hacía difícil.
Cansado, un día me vestí con mi mejor traje
y me pegué un tiro en la sien. Quería que fuera muy difícil ver mi cara. Dejé
una nota para que les fuera fácil desentrañar el misterio. ¡Gente inútil che!
¡Las cosas que hay que hacer para que se den cuenta!
Yo fui el señor de turno ese día. Pero no
como hubiera querido. Ella me abrió, me sonrió y en ese instante quise
eternizar su mirada. Así que le disparé. Todo pasó de prisa y de manera
violenta. Cayó de espaldas. Los ojos abiertos. Alcancé a escuchar su estertor.
Me quedé mirándola un rato largo.
Con mis guantes de prevenido, esa noche me
fui y no volví más.
Pensé que iba a experimentar algo de
alivio después de matarla. Pero fue peor. ¿Que si ya estoy en paz? Traten de
esclarecerlo, no puedo hacerlo todo yo.
Acá está la confesión de un loco de amor.
Aquí yace el asesino de mi amiga.
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