Realidades
y relatos
Un mismo destino
Por María
Guillermina Volonté
No existe tragedia más grande que el enfrentamiento
entre hermanos, amigos, ciudadanos de un mismo país, enfrentamientos
ideológicos, políticos, que serán aún más dolorosos si son armados. La historia
está repleta de reseñas sobre guerras fratricidas. La Guerra Civil Española
sumió al pueblo español durante casi tres años en una violencia política,
social y económica con decenas de miles de muertos y heridas difíciles de
cerrar. Pensando en estas incomprensibles consecuencias surgió este relato que
comparto hoy con Uds.
“En la bandera de la libertad bordé el amor más grande de mi vida”
Federico García Lorca
Nacimos
en Alameda de la Sagra, el 11 de marzo de 1917. Digo “nacimos” porque fuimos
dos: Federico y yo, que me llamo Francisco. Alameda de la Sagra es un pequeño
pueblo cercano a Toledo, en España.
Entre Federico y yo la única diferencia
visible fueron los ojos: celestes intensos los de él, pardos y profundos los
míos.
De niños fuimos inseparables, compartiendo
siempre los mismos gustos, los mismos juegos, compitiendo en el manejo del
trompo o de las canicas hechas con trozos de piedra.
Cuando llegamos a la adolescencia nuestro
padre nos reunió y nos explicó que no podríamos seguir estudiando, pues
debíamos ayudarlo con las tareas del campo, colaborando en la huerta y en el
cuidado de las pocas ovejas, cerdos y cabras que teníamos.
Quien más lo lamentó fue Federico, pero se
propuso seguir estudiando por su cuenta, leyendo ávidamente cuanto libro
conseguía en la pequeña biblioteca del pueblo.
Nuestra madre se ocupaba de la casa,
haciendo maravillas con los exiguos alimentos que llegaban a su cocina, sus
guisos de lentejas con papas y unos escasos trozos de carne, eran devorados por
nosotros al regresar de nuestra tarea diaria.
Podríamos decir que siendo pobres, éramos
felices…
Hasta que estalló la guerra…
Aquel
18 de julio de 1936 no sólo fue el inicio de una cruel guerra sino también fue
el fin de nuestra tranquila y armoniosa vida familiar.
Desde un principio comenzamos a
diferenciarnos con Federico, nuestros pensamientos respecto al origen y al
desarrollo de los enfrentamientos entre españoles, civiles y militares, nos
llevó a violentas discusiones. Nuestros padres nos miraban y escuchaban y en
sus rostros se reflejaba la desazón que les producían nuestras peleas.
Hasta que un día, cuando ya la guerra
tocaba la puerta de nuestra humilde casa, Federico se marchó sin despedirse,
solo unas líneas donde explicaba su decisión de partir a defender sus ideales
republicanos.
Al
poco tiempo los guardias civiles, aliados de la falange nacionalista, me
reclutaron entre sus filas. Éramos unos diez muchachos del pueblo, nos
entregaron unos anticuados fusiles y algunas pistolas y nos convocaban cada vez
que decidían “dar un paseo” a los del otro bando que caían prisioneros. Aprendimos que esos “paseos” consistían en
llevar a los prisioneros a las afueras del pueblo, pararse frente a ellos y
fusilarlos.
Una
noche me avisaron: “tenemos unos rojos, vamos a pasearlos”.
En la oscuridad solo distinguí a unos seis
o siete muchachos como nosotros, más desalineados y barbudos quizás, que con
las manos atadas a sus espaldas esperaban uno junto al otro, con sus cabezas
erguidas orgullosamente, el desenlace
final.
A la orden del superior disparé al pecho
del odiado enemigo que tenía delante.
“Ahora ¡a rematarlos!” – rugió el teniente.
Me acerqué con la pistola en la mano y en
esa oscuridad distinguí dos ojos de un celeste intenso, pero ya sin brillo, que
me miraban sin ver…
Me paralicé, lentamente levanté la pistola
y lo último que sentí fue el frío del cañón sobre mi sien…
Impresionante y conmovedor relato.
ResponderEliminarLa guerra es lo peor de la humanidad.
En estos tiempos es bueno que luchemos, cada uno desde su idea, por la PAZ.
Un relato emocionante y aleccionador...nada mas destructor que una guerra....
ResponderEliminarFelicitaciones, muy bueno...!!
Bello y escalofriante relato de aquella fraticida contienda. ¡Enhorabuena Guillermina!
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