domingo, 14 de diciembre de 2014

Ficciones: Juan Pedro y su corazón


Ficciones

Juan Pedro y su corazón

Por Mabel Fernández

 

    En el aeropuerto de Sao Pablo, observaba Juan Pedro las pantallas que anunciaban la partida de su vuelo. En Natal, Joáo un colega brasilero lo esperaría y en un automóvil lo conduciría a su destino final, Parnamirim. Había partido  unas horas antes desde Ezeiza, con sus treinta años  y un doctorado en curso  en etnología agronómica.

    Parnamirim  tenía una atracción turística particular, poseía el árbol de castaña de cajú más grande del mundo, con dimensiones descomunales, Anacaridium Occidentale, es el nombre científico del árbol y proviene de la palabra griega kardia, o sea corazón, por la forma y el color de sus frutos.

    Juan Pedro se instaló en una pequeña casa típica del lugar, a pocos metros del laboratorio donde realizaría sus estudios. Esperaba no extrañar a su casa materna rodeada por un pequeño parque, a diferencia de la de Panamirim donde los bosques de castaños crecían hasta perderse en el horizonte y millones de corazoncitos pendían de sus ramas esperando a los recolectores de frutos, que los arrancaran para la comercialización de su nuez.

    Para el joven investigador, el idioma portugués era una barrera comunicacional. Con sus compañeros de trabajo no tenía mucho trato, eran unos pocos y estaban inmersos en sus investigaciones, por lo que no le era fácil hacerse de amigos, cada día que pasaba se sentía más solo, esta situación lo llevaba a permanecer tiempo extra en el laboratorio; dedicándose a pleno a descubrir los efectos negativos que producían en los tallos de los Anacardium los escarabajos barrenadores.

   Otros escarabajos habían sido en su niñez un juguete en las noches de verano. Con sus hermanos los recogían de la calle, debajo de las luminarias  donde encandilados, los insectos caminaban en círculo como embriagados de luz artificial. Él los ponía en un frasco de vidrio, y al día siguiente los observaba. El caparazón negro brillaba con el sol de la mañana que, junto a las patas gruesas que lo sostenían, le daban un aspecto imponente, que lo remitía a los tanques de guerra de juguete,  con los que sus hermanos libraban batallas de mentirita.

    Al mismo tiempo que en el Atlántico Sur, una guerra absurda les arrebataba la vida a unos  soldaditos hambrientos y mal pertrechados.

    Por aquel  entonces, Juan Pedro, en una caja  de camisa de su papá y con alfileres de costura pinchaba a los insectos  imitando  a los vistos en  las vitrinas de la sala de entomología del  Museo de Ciencias Naturales.

    A su laboratorio en Parnamirim, le llegaban para su experimentos, algunos escarabajos que como plaga reducían la sanidad  del bosque y producían pérdidas económicas importantes. Los pequeños tanques negros  atacaban la economía de la región y Juan Pedro debía encontrar el arma química para combatirlos.

    Joáo, intrigado por los resultados de la investigación de Juan Pedro, aquella mañana llegó muy temprano  al lugar de trabajo del argentino, lo encontró sentado, con el cuerpo rígido, los brazos colgando a los lados de la silla, la cabeza apoyada pesadamente sobre el microscopio.

    En la mesada, junto a un cuaderno escrito con fórmulas, libros apilados y  pipetas recientemente utilizadas, un tanque de guerra, yacía a punto  de ser atravesado por un alfiler de laboratorio.

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