Ficciones
Juan Pedro y su corazón
Por Mabel
Fernández
En el aeropuerto de Sao Pablo, observaba
Juan Pedro las pantallas que anunciaban la partida de su vuelo. En Natal, Joáo
un colega brasilero lo esperaría y en un automóvil lo conduciría a su destino
final, Parnamirim. Había partido unas
horas antes desde Ezeiza, con sus treinta años
y un doctorado en curso en
etnología agronómica.
Parnamirim
tenía una atracción turística particular, poseía el árbol de castaña de
cajú más grande del mundo, con dimensiones descomunales, Anacaridium
Occidentale, es el nombre científico del árbol y proviene de la palabra griega
kardia, o sea corazón, por la forma y el color de sus frutos.
Juan Pedro se instaló en una pequeña casa
típica del lugar, a pocos metros del laboratorio donde realizaría sus estudios.
Esperaba no extrañar a su casa materna rodeada por un pequeño parque, a
diferencia de la de Panamirim donde los bosques de castaños crecían hasta
perderse en el horizonte y millones de corazoncitos pendían de sus ramas
esperando a los recolectores de frutos, que los arrancaran para la
comercialización de su nuez.
Para el joven investigador, el idioma
portugués era una barrera comunicacional. Con sus compañeros de trabajo no
tenía mucho trato, eran unos pocos y estaban inmersos en sus investigaciones,
por lo que no le era fácil hacerse de amigos, cada día que pasaba se sentía más
solo, esta situación lo llevaba a permanecer tiempo extra en el laboratorio;
dedicándose a pleno a descubrir los efectos negativos que producían en los
tallos de los Anacardium los escarabajos barrenadores.
Otros escarabajos habían sido en su niñez un
juguete en las noches de verano. Con sus hermanos los recogían de la calle,
debajo de las luminarias donde encandilados,
los insectos caminaban en círculo como embriagados de luz artificial. Él los
ponía en un frasco de vidrio, y al día siguiente los observaba. El caparazón
negro brillaba con el sol de la mañana que, junto a las patas gruesas que lo
sostenían, le daban un aspecto imponente, que lo remitía a los tanques de
guerra de juguete, con los que sus
hermanos libraban batallas de mentirita.
Al mismo tiempo que en el Atlántico Sur,
una guerra absurda les arrebataba la vida a unos soldaditos hambrientos y mal pertrechados.
Por aquel
entonces, Juan Pedro, en una caja
de camisa de su papá y con alfileres de costura pinchaba a los
insectos imitando a los vistos en las vitrinas de la sala de entomología
del Museo de Ciencias Naturales.
A su laboratorio en Parnamirim, le llegaban
para su experimentos, algunos escarabajos que como plaga reducían la
sanidad del bosque y producían pérdidas
económicas importantes. Los pequeños tanques negros atacaban la economía de la región y Juan
Pedro debía encontrar el arma química para combatirlos.
Joáo, intrigado por los resultados de la
investigación de Juan Pedro, aquella mañana llegó muy temprano al lugar de trabajo del argentino, lo
encontró sentado, con el cuerpo rígido, los brazos colgando a los lados de la
silla, la cabeza apoyada pesadamente sobre el microscopio.
En la
mesada, junto a un cuaderno escrito con fórmulas, libros apilados y pipetas recientemente utilizadas, un tanque
de guerra, yacía a punto de ser
atravesado por un alfiler de laboratorio.
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