miércoles, 5 de noviembre de 2014

Ficciones: Cuando él se volvió invisible ante mi mirada


Ficciones

Cuando él se volvió invisible ante mi mirada

Por Mabel Fernández

    -Señora, usted no entiende… a su padre lo trajeron de la calle con un paro cardiorrespiratorio y no pudimos hacer nada por él.

    Claro que no entendía, cómo sabía esta persona de ambo blanco, que el que estaba detrás de esa puerta era mi padre, quién  lo conocía a este médico?  Acaso yo, no tenía derecho a enojarme?     Si apenas hacía unas horas se había ido de mi casa, con el pelo aún mojado después de una tarde de  pileta.   

    Por mucho tiempo no existió un solo día sin que lo esperara, antes papá venía en su bicicleta azul por la mañana y por la tarde. El parque San Martín y unas pocas cuadras más, era la distancia entre su casa y la mía, alguna excusa simple lo traía para estar un rato con mis chicos.

    De a poco entendí que la puerta que se abría y la silueta de la “azulcita” en el patio de mi casa, estaban solo en mi cabeza, pero yo necesitaba despedirlo, era algo tan fuerte en mí, tan irracional como su desaparición.

    Una y otra noche  me encontraba en el barrio de mi infancia, nunca supe qué hacía tanta gente de espaldas, en la penumbra… la iluminación de esa esquina era pésima.

    Todas las noches se repetía la misma escena, mis ojos buscando entre las personas sin rostro. El campo visual absolutamente neutro, mi alma agitada.

    Unos meses más tarde, entre las sombras de ese compacto de espaldas indiferentes  reconozco  a mi padre, que volteó rápidamente su cabeza y posó su mirada sobre la mía. Yo ya no tenía modales, empujaba con tanta fuerza a la gente, trataba de abrirme paso a codazos, gritaba sin voz, porque no podía emitir sonido alguno… Lo perdí, si, lo perdí sin remedio pero lo que me ponía rabiosa, era que se hiciera invisible ante mis ojos,  una decisión planeada por él, vaya a saber con qué propósito, que despertó en esta mente mía el deseo que se repita ese encuentro para poder alcanzarlo.

    Ya no volví a esa esquina, lo intentaba, pero el caprichoso sueño me llevaba a otros lugares.

    Ahora estaba vestida de blanco, sentada en el último asiento del colectivo 606, lo había tomado en la plaza Brandsen, rumbo al centro, creo que lucía  etérea como la gasa de mi largo camisón. Era una mañana luminosa de primavera en esta ciudad. Los pasajeros no me registraban, nadie me miró, pero yo los veía a todos, como siempre buscando…

    No entiendo de donde apareció, pero ahora lo tenía a escasos centímetros de mi mano estirada. Lo llamé emocionada, no se me podía escapar, esta vez mi papá vendría conmigo a confortarme, tenía que contarle tantas cosas, tenía que decirle tantas otras, que por tonta no se las había dicho antes… un te quiero papi.

    Estupefacta quedo detrás de dos tipos que se interponen en mi pretendido descenso del vehículo, él  lo había logrado nuevamente, ni bien la puerta se abrió bajó sin mirarme, tuve que esperar otra parada para que el colectivero me dejara descender, el dedo índice de mi mano derecha quedó con un hoyo del tamaño del timbre que apreté  durante todo ese recorrido.

    Había seguido con la mirada el paso veloz con el que papá pasó por delante del 506. Sin dudarlo lo seguí.

    Con un buen presentimiento entré en la Municipalidad y pregunté por él, todo era tan normal, como si todos lo conocieran, una amiga de la adolescencia que se trasladaba en una silla de ruedas, me indicó con mucha seguridad que debía subir a la torre donde el reloj se enfrenta a la Catedral, dejando a la Plaza Moreno entre medio.

    Sorprendente… El reloj estaba volcado, como esos relojes de bolsillo antiguos que  se abren por un eje que une las dos partes, de manera que la hora solo la veían los transeúntes que  caminaban por la vereda del palacio municipal, dejando ante mi mirada ya relajada un muy cuidado laberinto verde brillante, que ocupaba lo que sería la espalda del reloj que había quintuplicado su diámetro.

    Un cielo sin nubes, con un sol primaveral que lo sentía en mi piel con agrado. Reinaba una paz increíble. Una vez que experimenté esa sensación, bajo mi vista, en un lago que reflejaba en sus aguas el color del laberinto, quizás de un verde esmeralda más tenue, mi padre nadaba como solo él podía hacerlo, sin que en cada brazada ni una gota de agua salpicara la superficie.

    Al lago se podía llegar por una escalinata con un pasamanos dorado, pero no bajé, sin lugar a dudas me había llevado a su paraíso para que yo pudiera recordarlo cada tanto, con la seguridad que él estaría bien por siempre.

2 comentarios: