Ficciones
Cuando él se volvió invisible ante mi mirada
Por Mabel
Fernández
-Señora, usted no entiende… a su padre lo trajeron de la calle con un
paro cardiorrespiratorio y no pudimos hacer nada por él.
Claro que no entendía, cómo sabía esta
persona de ambo blanco, que el que estaba detrás de esa puerta era mi padre,
quién lo conocía a este médico? Acaso yo, no tenía derecho a enojarme? Si apenas hacía unas horas se había ido de
mi casa, con el pelo aún mojado después de una tarde de pileta.
Por mucho tiempo no existió un solo día sin
que lo esperara, antes papá venía en su bicicleta azul por la mañana y por la
tarde. El parque San Martín y unas pocas cuadras más, era la distancia entre su
casa y la mía, alguna excusa simple lo traía para estar un rato con mis chicos.
De a poco entendí que la puerta que se
abría y la silueta de la “azulcita” en el patio de mi casa, estaban solo en mi
cabeza, pero yo necesitaba despedirlo, era algo tan fuerte en mí, tan
irracional como su desaparición.
Una y otra noche me encontraba en el barrio de mi infancia,
nunca supe qué hacía tanta gente de espaldas, en la penumbra… la iluminación de
esa esquina era pésima.
Todas las noches se repetía la misma
escena, mis ojos buscando entre las personas sin rostro. El campo visual
absolutamente neutro, mi alma agitada.
Unos meses más tarde, entre las sombras de
ese compacto de espaldas indiferentes
reconozco a mi padre, que volteó
rápidamente su cabeza y posó su mirada sobre la mía. Yo ya no tenía modales,
empujaba con tanta fuerza a la gente, trataba de abrirme paso a codazos,
gritaba sin voz, porque no podía emitir sonido alguno… Lo perdí, si, lo perdí
sin remedio pero lo que me ponía rabiosa, era que se hiciera invisible ante mis
ojos, una decisión planeada por él, vaya
a saber con qué propósito, que despertó en esta mente mía el deseo que se
repita ese encuentro para poder alcanzarlo.
Ya no volví a esa esquina, lo intentaba,
pero el caprichoso sueño me llevaba a otros lugares.
Ahora estaba vestida de blanco, sentada en
el último asiento del colectivo 606, lo había tomado en la plaza Brandsen,
rumbo al centro, creo que lucía etérea como
la gasa de mi largo camisón. Era una mañana luminosa de primavera en esta
ciudad. Los pasajeros no me registraban, nadie me miró, pero yo los veía a
todos, como siempre buscando…
No entiendo de donde apareció, pero ahora
lo tenía a escasos centímetros de mi mano estirada. Lo llamé emocionada, no se
me podía escapar, esta vez mi papá vendría conmigo a confortarme, tenía que
contarle tantas cosas, tenía que decirle tantas otras, que por tonta no se las
había dicho antes… un te quiero papi.
Estupefacta quedo detrás de dos tipos que
se interponen en mi pretendido descenso del vehículo, él lo había logrado nuevamente, ni bien la
puerta se abrió bajó sin mirarme, tuve que esperar otra parada para que el
colectivero me dejara descender, el dedo índice de mi mano derecha quedó con un
hoyo del tamaño del timbre que apreté durante
todo ese recorrido.
Había seguido con la mirada el paso veloz
con el que papá pasó por delante del 506. Sin dudarlo lo seguí.
Con un buen presentimiento entré en la
Municipalidad y pregunté por él, todo era tan normal, como si todos lo conocieran,
una amiga de la adolescencia que se trasladaba en una silla de ruedas, me
indicó con mucha seguridad que debía subir a la torre donde el reloj se
enfrenta a la Catedral, dejando a la Plaza Moreno entre medio.
Sorprendente… El reloj estaba volcado, como
esos relojes de bolsillo antiguos que se
abren por un eje que une las dos partes, de manera que la hora solo la veían
los transeúntes que caminaban por la
vereda del palacio municipal, dejando ante mi mirada ya relajada un muy cuidado
laberinto verde brillante, que ocupaba lo que sería la espalda del reloj que
había quintuplicado su diámetro.
Un cielo sin nubes, con un sol primaveral
que lo sentía en mi piel con agrado. Reinaba una paz increíble. Una vez que
experimenté esa sensación, bajo mi vista, en un lago que reflejaba en sus aguas
el color del laberinto, quizás de un verde esmeralda más tenue, mi padre nadaba
como solo él podía hacerlo, sin que en cada brazada ni una gota de agua
salpicara la superficie.
Al lago se podía llegar por una escalinata
con un pasamanos dorado, pero no bajé, sin lugar a dudas me había llevado a su
paraíso para que yo pudiera recordarlo cada tanto, con la seguridad que él
estaría bien por siempre.
Me encanta, es el sueño, casi como recuerdo que me lo contaste
ResponderEliminarEmocionante! Me remite a situaciones similares...
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